¿De verdad estamos hartos?

Sara Sefchovich

Hace unos días, el vicepresidente para América Latina y el Caribe del Banco Mundial dijo: “Tenemos una sociedad y una región que ha llegado al límite en cuanto a su tolerancia por el mal uso de los recursos. Existe cero tolerancia para la corrupción”.

Con la pena, pero no es cierto. Con la pena, pero vengo escuchando lo mismo desde que tengo memoria. Y la corrupción sigue allí.

 No me voy a ir más atrás porque no tengo espacio suficiente, pero podemos documentar la corrupción desde tiempos de Porfirio Díaz, de los generales después de la Revolución, de Miguel Alemán llamado Alí Baba y sus cuarenta ladrones por el humor popular.

Basta empezar con López Portillo y su negro Durazo, que se enriquecieron tanto, que cuando tomó posesión Miguel de la Madrid habló de la necesidad de una profunda “renovación moral” para limpiar al país de la corrupción y el nepotismo.

Pero no solo eso no sucedió, sino al contrario, la corrupción que nos habían ofrecido combatir, floreció en dimensiones impresionantes en tiempos de Salinas.

 El presidente Zedillo gustaba decir que de niño era muy pobre, pero uno de sus hijos acaba de vender una mansión en Estados Unidos a un precio elevadísimo.

De Vicente Fox, Areli Quintero y Anabel Hernández hicieron, según Victor Trujillo, “un seguimiento muy profesional, muy puntual de la familia presidencial y de su rápido enriquecimiento”. Las periodistas lo conocían desde sus tiempos de gobernador y sabían cuáles eran sus bienes y propiedades y por eso les sorprendió “toda la situación económica que el presidente vive actualmente, de él, de sus hijastros, de sus hijos, de sus hermanos, de los hermanos de la señora Marta Sahagún. El último año del sexenio, Anabel Hernández volvió a la carga con otro libro en el que insistía en el tema del enriquecimiento y la corrupción de la pareja presidencial y de su familia, con base en documentos y testimonios.
 El impacto que causaron estos libros fue tal, que la Cámara de Diputados formó una comisión para indagar el enriquecimiento ilícito de la familia, pero esta nunca logró resultados y siempre se topó contra la pared de las complicidades.
 Y esto es solo el caso de los presidentes. De allí para abajo, se repite la historia: que si había que dar diezmo para hacer un negocio, que si para ganar una licitación había que regalarle al encargado un Rolex, que si la empresa extranjera repartió sobornos, que si la hija del líder viajaba hasta con su perro en primera clase y la del diputado celebraba una boda de lujo con más de mil invitados. Todos los días salen a la luz estas historias y hay muchas otras que no salen, pero que allí están. 

Y sin embargo, siguen los discursos que dicen que la sociedad está harta y ya no tolera la corrupción, se promulgan leyes que la castigan y se crean instituciones para combatirla.
 Pero, por lo que se ve, no solo la sociedad la tolera, sino que la estimula, pues ella es cada vez mayor y más sofisticada, como lo demuestran desde las historias de los gobernadores Duarte y Borge, hasta las trampas en la asignación de contratos para carreteras. Se equivoca pues el Banco Mundial. 

Escritora e investigadora en la UNAM. [email protected] www.sarasefchovich.co

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