Y luego de conocerme, el Nobel escribió "Mis putas tristes"

Sabina Berman

¿Eso es lo que Gabo el genial creía que era el feminismo? ¿Una bola de mujercitas quejándose de no poder ser sus esposos patriarcales?

El Premio Nobel, Gabo el genial, fue a la obra de teatro no una sino dos noches seguidas. Jueves y viernes. Y se lo avisaron a Sandra, no una sino tres personas, dos actores y la productora, sacudidos por la emoción.

—Y pidió el número de tu teléfono —le dijeron los tres a Sandra, en tres distintas llamadas telefónicas.

Sandra recibió la llamada del Nobel el sábado por la mañana, y el corazón le retumbó en el pecho como una tambora a lo largo de la breve conversación.

Gabo era su autor predilecto. El reinventor de las capacidades del español. Una de las razones por las que ella había dedicado su vida a escribir, aunque no fuera relato, sino drama. E increíblemente estaba del otro lado de la línea diciéndole que admiraba su dirección y su texto para la obra que recién había visto, y que tenía para ella un regalo.

—Una obrita de teatro de mi autoría —dijo, encantadoramente modesto el Nobel—. Un texto feminista —dijo y a ella se le alzaron las cejas: eso era una primicia mundial. —Y quiero que tú la dirijas. Te la envío por mensajero hoy mismo.

—Sí. Bueno. Es decir. —Ella intentó en vano que el lenguaje no se le desbaratara: —O sea, con gusto. No, con emoción. Pensé en una primera actriz. Diana Bracho. Caerán rosas del techo. Bueno, adiós —dijo ella y colgó abruptamente.

El mensajero llegó a media noche al hotel de San Miguel Allende, donde vivía Sandra por entonces, y le entregó el paquete forrado en papel blanco.

Prendió seis veladoras, porque la luz se había cortado en San Miguel esa noche, y las colocó en la mesa central del restaurante oscuro y desierto. A la luz vacilante de las seis flamas, desató el paquete, desgarró el papel, sacó el librito, hojas de fotocopia engrapadas. Lo besó, como a un objeto sagrado.

Y empezó a leer el texto feminista del Nobel.

No era feminista. Era el monólogo de una mujer ante un esposo de palo —la acotación pedía eso: que el esposo fuera un maniquí con un periódico extendido ante la cara —quejándose durante dos arduas y dolorosas horas de no ser él. Él: libre, poderoso, simpático, audaz; con una vida erótica variada, con un robusto talento para el placer y el triunfo.

¿Eso es lo que Gabo el genial creía que era el feminismo? ¿La envidia de ser él? ¿Una bola de mujercitas quejándose de no poder ser sus esposos patriarcales? ¿Un llanto plañidero de impotencia durante dos horas?

Guardó la obra bajo el colchón de su cama. Tal vez ahí, durante las siguientes noches, las frases permutarían. Tal vez ahí la cabeza de ella cambiaría de apreciación. Tal vez ahí se quedaría olvidado el libreto: ella se despertaría con una bendita y larga amnesia y volvería a ser feliz.

Una semana más tarde, la joven autora de teatro pulsó el timbre de la puerta del Nobel, en el Pedregal de San Ángel de la Ciudad de México. Iba en camiseta y vaqueros negros. De luto por lo que sucedería ahí. No se equivocó. No sería lindo.

Gabo se alzó del sofá, robusto, su cara morena, sus sienes plateadas.

—¡Mierda! —dijeron sus carnosos labios caribeños. —Claro que he leído “algún texto feminista”. Claro que entiendo qué es el feminismo. Escucha, mujer.

Extrajo de entre los libros del librero un volumen empastado en piel café. Leyó con su voz densa y melodiosa el largo monólogo plañidero de Antígona, escrito por Sófocles hacía 24 siglos.

—Mi obra se inspira en este texto feminista —anunció y cerró el libro y lo tiró contra el librero.

—Es que. Es decir. En serio. Yo. —Sandra empezó torpe, pero fue soltando la lengua y el corazón. —El feminismo sí es un relato nuevo de la realidad. Es un río que no brotó hace 24 siglos, ni hace cinco, que brotó a principios del siglo XX, con las sufragistas, y luego se ha derramado en varias vertientes. Lo que sí es seguro, es que es una verdadera revolución del relato humano. Otra manera de estar en la Naturaleza.

Gabo volvió a tomar asiento ante Sandra y le hizo una confesión:

—Yo amo a las mujeres. He amado, de cierto, de forma íntima y dedicada, no a una mujer, a varias, a decenas. Y soy una buenísima persona. No necesito más para ser feminista.

—¿Haber amado a decenas de mujeres y ser una buena persona?

—Ten fe en mí. Tú sólo entrégate en mis manos.

Sandra tragó saliva y dijo:

—Lo que yo quisiera es que tú leyeras unos cuántos textos feministas y luego reescribieras, con tu maravillosa pluma, la obra.

Cuando Diana Bracho le abrió a Sandra la puerta de su casa esa misma tarde, la felicitó:

—¡Qué bueno que se enojó contigo! Te iba a decir que yo no puedo encarnar a esa pobre señora llorona. ¿Un año de llorar en público por un marido? Imposible.

Empinó la tetera en la taza de té de Sandra, que para entonces lloraba en silencio su rompimiento con el renovador del idioma español.

La historia tiene un final aún más desdichado. Lo próximo que el Nobel publicó fue Memoria de mis putas tristes. Su libro feminista, según anunció a la prensa internacional.

La historia de un viejo patriarca que compra a una niña de doce años y la vuelve su ramera. La ama mucho y dedicadamente. La cubre con pétalos de rosa y con medallas de oro de la Virgen. Y con el lento aceite de su mirada en lentas tardes de hastío. Nunca le pregunta qué quiere ella, qué sueña, qué la haría plena y feliz, pero ah, cuánto la ama.

Las críticas feministas hicieron tiritas el libro y llamaron a no leerlo, y los defensores de Gabo les contestaron enfurecidos que lo suyo no era feminismo. Era feminazismo.

Sandra entregó en el mostrador de la librería de la universidad de Berkeley la copia del libro y preguntó cuál era el precio.

La cajera, por cierto una alumna de letras romances, una chava de pelo corto pintado de azul, con un tatuaje en el cuello —una flecha azul ascendente—, le respondió cuál era el precio del libro:

—Your soul sister. Tu alma, hermana.

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