En México, la tierra no es de las mujeres: sólo hay 26% de ejidatarias

Especiales 04/03/2019 09:32 Fernando Miranda Santiago Suchilquitongo, Etla Actualizada 10:47

Sólo acceden a derechos sobre ella cuando sus esposos mueren o a raíz de la migración; esto se traduce en desigualdad y violencia patrimonial

Fotos: Mario Arturo Martínez / EL UNIVERSAL

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Con historias de Christian Jiménez, Alberto López y Yuridiana Sosa

Minerva trabaja la tierra. Así lo ha hecho por más de 20 años, ya que sus hermanos decidieron migrar y abandonaron los terrenos de su padre. Por eso durante 12 horas diarias Minerva se ocupa de que en esas parcelas crezca tomate, alfalfa y amaranto. Las hace producir, pero no son suyas ni tiene derechos sobre ellas. No los tiene porque en México la tierra no es de las mujeres.

Los datos del Registro Nacional Agrario (RAN)  así lo indican. Del padrón de 4.9 millones de personas que poseen núcleos agrarios en todo el país, más de 3.6 millones son hombres y sólo un millón 304 mil son  mujeres, lo que representa  26.3% del total. En otras palabras, de cada 10 personas con derechos sobre la tierra, ni siquiera tres son mujeres.

Lo anterior es grave si se considera que 51% del territorio nacional es de propiedad social y sus beneficiarios están contenidos en ese padrón.

En Santiago Suchilquitongo, el municipio de Minerva, existen tres tipos de tierras, las comunales: terrenos privados que pertenecen a un grupo de personas que decide su forma de  explotación;  las ejidales: de uso colectivo, propiedad del municipio, y la  pequeña propiedad: que pertenecen a particulares. En cualquiera de las  tres modalidades, pocas mujeres pueden decidir cómo utilizarlas.   

Minerva Cruz Vásquez es una excepción. Tiene 40 años y ha pasado más de media vida entre surcos y semillas. Tuvo que decidir entre continuar estudiando o hacerse cargo de su casa, optó por lo segundo. Desde entonces también cuida de su madre, de 83 años, y de su padre, de 93.

Fue él quien en los años 50 adquirió en  pequeños pagos una extensión de tierras ejidales, que fue ampliando con terrenos comunales hasta hacerse dueño de una hectárea. Luego, ese patrimonio lo dividió en nueve pedazos: uno para cada uno de sus hijos varones. 

“En esos tiempos sólo podían tener los hombres. Los documentos sólo salían a nombre de mi papá”, recuerda Minerva, quien participa en una sociedad de riego de 25 integrantes, en su mayoría hombres, que funciona bajo un sistema de servicio comunitario.

Vulnerables ante derechos agrarios

Para Anabel López Sánchez, extitular del entonces Instituto de la Mujer Oaxaqueña, la negación de derechos agrarios a las mujeres debe entenderse como una “desigualdad estructural abismal” que las deja en total vulnerabilidad. Algo que no es muy distinto a lo que pasa en la vivienda, ya que  sólo  tres de cada 10 mujeres son dueñas del hogar que habitan.  

“El derecho de las mujeres sobre los bienes sigue siendo un gran pendiente, no tienen derecho alguno sobre la tierra, porque tras la reforma de 1992  a la Ley Agraria, fueron los hombres los únicos depositarios de esos derechos”, explica.

Según  la especialista, antes de aquel año la propiedad sobre la tierra era familiar, y eran todos sus integrantes  quienes tenían derechos sobre ella. Esto cambió en el 92, pues  la reforma  buscaba terminar con el carácter social de los bienes  y  fueron los varones quienes concentraron el derecho del uso,  usufructo y de  sucesión. Ahora eran ellos los que  podían decidir a quién cederle los derechos al morir.

De acuerdo con Anabel López Sánchez, actualmente existen tres maneras de que una mujer pueda acceder a derechos agrarios y, por tanto, sobre una extensión de tierra.

La primera es  que se la herede un varón, la mayoría de las veces el padre o el marido. La segunda es que ella pueda adquirirla, pero su posesión debe ser reconocida por la asamblea ejidal o de comuneros, comúnmente integrada por hombres. La tercera forma es que   ese órgano  le otorgue el derecho sobre alguna parcela.

“Las mujeres campesinas son quienes producen una parte fundamental de los alimentos, pero ellas no tienen derecho alguno sobre la tierra que trabajan”, agrega la especialista.

Eso es precisamente lo que pasa en la comunidad de Minerva Cruz. Hay muchas mujeres que viven del campo, pero la mayoría como jornaleras. A diario trabajan por ocho horas  las tierras de otras personas  y al término cobran un sueldo. Otras  lo hacen para acompañar a sus esposos.

Minerva estima que son unas 50 las mujeres de su comunidad que trabajan en el campo, de éstas, sólo unas seis lo hacen de forma independiente.

“Algunos hombres sienten competencia por parte de las mujeres y no les gusta que trabajemos la tierra, porque se sienten rebasados. Hay algunos todavía con esa cultura machista, pero poco a poco, las mujeres han sido capaces de hacerse y sembrar sus propias parcelas”, dice Minerva, quien por siete años trabajó junto con cinco hombres en el cultivo de tomate.

Ella era la encargada de fórmulas y cálculos para la siembra. De  2014 a la fecha, Minerva trabaja por su cuenta  en el cultivo de  amaranto y, en  conjunto con la asociación Puente, se dedicada a la elaboración de productos derivados de esta planta. Todo sin apoyos o programas de gobierno.

Esa es precisamente una de las desventajas que enfrentan las mujeres que no poseen derechos sobre la tierra, pues no pueden acceder a créditos  para invertir. A ello se suma, dice Anabel López, quien ahora colabora en el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas, la situación de “tremenda vulnerabilidad” que viven  mujeres que no cuentan con un patrimonio, pues “sabemos que al menos 40% han sufrido violencia en sus relaciones de pareja.  

“Ellas quieren separarse y  no hay manera de dividir el bien, enfrentan triple  vulnerabilidad: están en una situación de violencia y no pueden quedarse con el patrimonio familiar porque es del hombre y para que ellas tenga derecho sobre eso tendría que ir a un juicio agrario y padecerían una  revictimización”, explica.

Por esas razones, para la especialista en el tema de las mujeres y la tierra, esta situación debe entenderse como violencia patrimonial, pero agrega que al ser el Estado quien dictamina los mecanismos  para regular los  derechos agrarios, también debe considerarse como  violencia institucional.

Pasado comunitario

Apoyada en un bastón metálico,  Lorenza Molina de la Cruz camina entre surcos de maíz.  El próximo abril su esposo cumplirá tres años de fallecido. Desde entonces, ella quedó a cargo del rancho donde siembra 14 hectáreas de pastizales para sus 30 vacas y una docena de borregos. Ahí también cultiva 5 hectáreas de sorgo y 2.5   de maíz.

La tierra que trabaja Lorenza tiene un pasado comunitario. Las compró su esposo hace 30 años, cuando en Juchitán, en el Istmo de Tehuantepec,  desaparecieron  las figuras de las propiedades ejidales y comunales.

Su historia es similar a la de Adolfina Rangel,  una de las primeras mujeres  que ingresó al padrón de propietarias de tierras en San Juan Bautista Tuxtepec, en la Cuenca del Papaloapan. Como en la mayoría  de los casos, fue por herencia, tras el deceso de su  esposo, que hace  35 años quedó al frente de 18 hectáreas repartidas entre cultivos de caña y piña.

 A diferencia de Minerva, la productora de amaranto de los Valles Centrales que se hace cargo de los terrenos que abandonaron sus hermanos al migrar,  Lorenza y Adolfina accedieron a la tierra después de quedar viudas.

Estos casos poco a poco han ido incrementado  el número de mujeres con  derechos a la tierra, como en la comunidad de Adolfina, en  Tuxtepec, donde de 150  ejidatarios, 50 son mujeres. Pero siempre vinculados a situaciones donde el hombre no está presente, por lo que no se trata de un acceso real, coinciden especialistas.

Rosenda Maldonado Godínez, coordinadora de la Red Nacional de Mujeres Indígenas Tejiendo Derechos por la Madre Tierra y Territorio (Renamitt) identifica otros aspectos   negativos en esta situación, pues cuando las mujeres por fin alcanzan derechos sobre sus parcelas ya sobrepasan los 50 años, lo que dificulta que  puedan completar los procesos de regularización, pues cuando las parejas mueren muchas veces dejan  las tierras en incertidumbre jurídica o sin documentos.

Agrega que a nivel nacional tampoco existe información desagregada de cuántas de las mujeres con acceso a la tierra   son indígenas, algo relevante si se considera que Yucatán, una entidad donde la población es mayoritariamente maya,  es donde menos porcentaje  existe, con 12.4%.

La otras entidades con menor porcentaje en el padrón agrario son  Campeche (19.4%), Quintana Roo (20.6%) y  Nuevo León (20.7%). En el caso de Oaxaca el porcentaje es de 28%, pero ligado principalmente a  fenómenos como la migración.

Para Luz María Andrade Calderón, consultora y ex colaboradora de la Secretaría de la Mujer Oaxaqueña (SMO), a pesar de los avances legislativos que se han alcanzado, en la práctica a las mujeres se les siguen negando los derechos agrarios.  “Está tan naturalizado que no se observa, los derechos agrarios son estratégicos, habilitan otros derechos que permiten tomar decisiones sobre un territorio y  participar en  órganos de representación”.

Los datos le dan la razón. Según el RAN, de los 90 mil 63 integrantes de órganos de representación  de tierras comunitarias,  sólo 16 mil 658, mujeres. Es decir, el 18.4%. Esto se traduce, dice Luz María, en una limitante  para la  participación política, pues en muchos municipios los derechos políticos están  vinculados a los agrarios.

Explica que fue  apenas en 2016 cuando una nueva reforma a la Ley Agraria mandató que en estas asambleas de representación se considere tanto a hombres y mujeres, en una proporción de entre 40% y 60%.

A  ello  se agrega que en el país  no existen políticas públicas   encaminadas a atender esta desigualdad, por lo que  las especialistas  coinciden que el camino es largo y el avance, muy lento.  

 

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