El reloj, en la parte más alta del edificio, sigue sin dar la hora; de la bandera sólo quedó el asta.
Cerrado al público, pero rodeada de comerciantes temerarios de ropa china, el palacio se eleva altivo. Su abandono se ve hasta en los restos de escombros esparcidos frente a los arcos apuntalados que nadie los levanta y en los pedazos de varillas colgadas y en los pocos muebles que siguen tirados en su interior. Las autoridades y los más de mil trabajadores despachan desde sedes alternas. Sólo un módulo de la policía municipal está instalado enfrente, en el parque central.
En aquel espacio, considerado nido de la lengua materna, sólo se aglutina el polvo, mientras se espera una remodelación que no llega y que, aseguran, respetará la arquitectura y la serie de murales de los mejores pintores de Juchitán en la segunda planta que reflejan el mundo zapoteca: su creación, presente y futuro.
Muchas de las calles y avenidas ahora son verdaderos embudos, cercados por montones de materiales apilados frente a las casas que se levantan. Son construcciones que han transformado para siempre el rostro de esta ciudad zapoteca.