Pirotecnia, acostumbrarse a vivir en peligro
Ernesto Cruz lleva más de 35 años fabricando los artificios, bajo los estándares de seguridad de Sedena
Fotos: Edwin Hernández
Aunque en el imaginario popular las coheterías son una bomba de tiempo que operan en la clandestinidad y apenas consisten en un pequeño cuarto donde se almacena la pólvora para elaborar los fuegos artificiales, el taller de pirotecnia del maestro artesano Ernesto Cruz es todo lo contrario.
Ubicado en Asunción Nochixtlán, un municipio de la Mixteca, las instalaciones se extienden sobre un amplio terreno en la que se erigen varias construcciones de alrededor de cuatro metros cuadrados, separadas entre sí por distancias superiores a los ocho y 10 metros. Afuera de ellas, adheridas a la pared, se encuentra una pequeña cisterna de agua y otra de arena.
Cada una de estas construcciones tiene una función específica por disposición de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Una de ellas, El Polvorín 1, está destinada para el almacenamiento de la materia prima. Aquí se resguarda tanto la pólvora como otras sustancias químicas destinadas a convertirse en luces de colores: carbonato de bario, azufre, magnesio metálico, diversos nitratos, óxido de hierro, entre otros.
En otra de las construcciones, nombrada El Polvorín 2, se resguardan los productos de pirotecnia ya terminados. Ninguna precaución es mucha cuando se trata de pólvora.
En medio de estos cuartos se encuentra propiamente el taller, donde las manos de mujeres y hombres elaboran uno de los trabajos catalogados como de más alto riesgo: crear los preciados fuegos pirotécnicos, insustituibles en todas y cada una de las festividades de Oaxaca: mayordomías, fiestas patronales, calendas, carnavales, muerteadas y comparsas serían imposibles sin la labor de estos artesanos.
Desde la niñez
Ernesto Cruz tenía 14 años cuando salió de Santa María Nitú para buscar trabajo en Asunción Nochixtlán. Lo encontró en la cohetería de los hermanos Toribio y Eusebio Betanzos. “Sólo trabajé un año y medio porque no me gustaron las condiciones, hacían todo en un mismo cuarto, arriesgando el pellejo, y nos llevamos al menos dos sustos”, recuerda.
El tiempo le dio la razón, años después los hermanos murieron en diferentes momentos, cuando trabajan en la elaboración de los artificios pirotécnicos, narra.
Durante años tuvo diferentes trabajos en la Ciudad de México, entre otras cosas, en una empresa de telefonía, hasta que contrajo matrimonio. Fue entonces cuando regresó a Nochixtlán y decidió poner su propia cohetería. “Dije, lo pongo [el taller] solo a ver si puedo”. Así inició la empresa de la que se ha mantenido por más de 35 años y que ha logrado un crecimiento notable desde que la inició en su propia casa.
Al principio, narra, fue difícil. Con 24 años, nadie confiaba en la calidad de los productos que vendía en cada pueblo y mayordomía que visitaba para ofrecer su pirotecnia y juegos artificiales.
Para ganarse a los clientes se vio obligado a vender a precios que apenas le garantizaban una mínima ganancia. “Pasaron por lo menos 12 años para que me tuvieran confianza”, dice el artesano.
Cuando nació su primer hijo decidió esforzarse aún más en su empresa y consiguió un terreno a las afueras de Nochixtlán para instalar su taller y cumplir con todos los requisitos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y obtener el permiso correspondiente para operar sin temor a alguna sanción de las autoridades federales por el uso de material explosivo.
Entre los requisitos que exigían las fuerzas armadas destacaba el de asentarse en un terreno de una hectárea, el cual debe estar cercado. En ese entonces, Ernesto escogió uno a las afueras de Nochixtlán, pero ahora la mancha urbana y el crecimiento poblacional lo ha alcanzado.
Sobre las instalaciones, los requerimientos son claros: deben estar compuestas por un polvorín, dos habitaciones de trabajo, un almacén y bomba de agua. Así, las construyó Ernesto y gracias a la calidad de sus productos pronto encontró un gran número de clientes. Actualmente, también vende en entidades, como Michoacán y Puebla.
Además de los clientes, el tiempo y la dedicación trajeron el reconocimiento. Ernesto cuenta que fue en Tultepec, Estado de México —considerado la capital de la pirotecnia y fuegos artificiales—, donde asistió a su primer concurso y donde obtuvo su primer reconocimiento: un segundo lugar.
El año pasado, el 26 de febrero de 2017, Ernesto concursó de nueva cuenta, pero ahora en Zumpango, también en el Edomex. Ahí mostró sus diseños inspirados en la esencia oaxaqueña: un bailarín de la Danza de la Pluma, el Flechador del Sol —un personaje de la mitología mixteca— y un Benito Juárez con la frase: “El respeto al derecho ajeno es la paz” que se iluminaba en distintos colores. Estos diseños le hicieron ganador del primer lugar.
Oficio riesgoso
Pese a estos reconocimientos y el crecimiento de su empresa, Ernesto reconoce que el trabajo artesanal que realiza es de alta peligrosidad para él y las 11 personas que llega a emplear en su taller, la mayoría de ellos son parte de su familia.
“Uno se acostumbra al peligro”, manifiesta, “lo que uno debe ser es limpio en el manejo del material, analizarlo antes de realizar las mezclas y eso proyectarlo para quienes trabajan en el taller, para que no pueda haber un accidente”, explica.
Ernesto no habla sin razón. La falta de cuidados en el manejo de los materiales explosivos ha dejado una serie de incidentes mortales. Sólo en 2016, por ejemplo, se registraron seis explosiones que dejaron tres personas muertas, mientras que el 13 de marzo de 2017 estalló una cohetería de Nochixtlán que contaba con los permisos de la Sedena. En el accidente hubo heridos con quemaduras de segundo y tercer grado.
Siete meses después, el 9 de octubre, se registró otro incidente en Santa María El Tule; la cohetería operaba de forma clandestina. Otra explosión más ocurrió el pasado 19 de mayo, en Santa María Tlahuitoltepec, sin que hubiera lesionados.
A pesar de lo recurrente de estos accidentes, la Coordinación Estatal de Protección Civil de Oaxaca (CEPCO) carece de un censo sobre el número de coheterías que existen legalmente, por lo que tampoco tiene datos para estimar cuántas más operan en la clandestinidad, pues no pueden cubrir con el alto costo que implica cumplir con los requisitos de la Sedena.
Herencia familiar
Ernesto Cruz tiene ahora 60 años, tres hijas y un hijo, éste último se encuentra tramitando su propio permiso para instalar su cohetería. Sus hijas, aunque profesionistas, también realizan labores artesanales para la elaboración de la pirotecnia.
La artesanía también atrajo a su esposa Gloria Hernández. “Yo era auxiliar de enfermería y mire dónde estoy”, dice con sus manos manchadas de pólvora, mientras trabaja en la elaboración de los “toritos”, la variedad más popular de los fuegos artificiales junto con los castillos.
Este producto, cuyo precio arranca en los 250 pesos, consiste en una figura de toro con pirotecnia, la cual es encendida y cargada por una persona mientras baila con ella. Al ritmo de la música van tronando cada uno de los artificios de colores.
Los castillos, a su vez, son torres de diversas alturas armadas con madera, cuerdas y carrizos que pueden costar entre 10 mil y 80 mil pesos, según el tamaño. Entre la variedad de creaciones que nacen en el taller de Ernesto también figuran lexpoletas, chixporo, bombas, vueltas de veladora, medusas, minas, truenito y luz de apage.
Todos, dice Gloria, son seguros, por lo que defiende su hechura y exhorta a romper con los prejuicios sobre la pirotecnia.