Generaciones tras generaciones conservan el invaluable significado de realizar un altar. Esta tradición se vive en las ocho regiones, principalmente en los Valles Centrales.
Todos se preparan para que la convivencia de vivos y muertos sea excepcional. Pues solo una vez al año se vuelven a encontrar. Será un gran momento para bailar, beber, comer, platicar, reír y llorar.
Hay altares con extensas telas blancas o con papel picado de colores. Se utilizan cañas de azúcar para formar arcos que señalan la entrada a los difuntos y se iluminan con veladoras.
En las cocinas domina el aroma de alguno de los siete moles de Oaxaca: rojo, negro, amarillo, almendrado... Alrededor del altar, en la sala o en el patio, reina el sabor a mezcal.
Los días de luto y fiesta
Las delicias exclusivas de Oaxaca no deben faltar el 31 de octubre, como el gelatinoso nicuatole y el tejate, “bebida de los dioses”.
El 1° de noviembre se recibe a los “angelitos”, los niños. Para ellos hay dulces. También es el día de “llevar los muertos”: la familia comparte una porción de su ofrenda de casa en casa.
El 2 de noviembre está dedicado a los difuntos adultos. En su altar siempre habrá mezcal.
En comunidades de los Valles Centrales, como en Santa Cruz Xoxocotlán o en Santa María del Tule, las familias acuden a los panteones para gozar de la presencia de sus muertos. La fiesta es más grande, pero también hay luto marcado, contradictoriamente, en comunidades del Istmo.
Hasta los panteones llega la banda y las comparsas de personas con disfraces alusivos al festejo. La charla se centra en las vivencias con el difunto.
En el Panteón General de la capital, con centenares de velas crean un espectáculo sin igual. Ya son tradicionales los tapetes de arena a pie de altares o en la Plaza de la Danza. En otros espacios públicos hay concursos de altares, que son una muestra de la pluralidad cultural, desde la Cuenca hasta el sur, en la Costa.