Entre los canastos llenos de mango, papaya y plátano, un niño cachetón con mirada atenta recorría el mercado de junto a su tía Amalia. Vendía fruta como cualquier otro pequeño comerciante de inicios del siglo XX, pero había algo en él que lo diferenciaba: una obsesión con el color. Ese entorno, saturado de aromas y matices, fue su primer taller. Ahí empezó todo.

La historia de este artista no comienza en una galería ni en una prestigiosa academia, sino entre el bullicio y el colorido de uno de los mercados más emblemáticos de la Ciudad de México.

Su madre había fallecido cuando era apenas un niño y su padre los abandonó unos años antes. Fue su tía quien lo llevó de a vivir a la colonia Guerrero y lo integró al comercio de frutas. Pero él tenía un sueño más grande: quería pintar.

Foto: Museo Tamayo.
Foto: Museo Tamayo.

El rompimiento: elegir el arte sobre la tradición familiar

Cuando anunció que sería pintor, rompió con su entorno inmediato. No fue una decisión fácil. Rechazó la ruta conocida del comercio para explorar un camino incierto. Se enfrentó a la desaprobación familiar, a las limitaciones económicas y a una sociedad que, en ese entonces, valoraba más el arte comprometido políticamente que la búsqueda personal.

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El joven se inscribió en la Escuela Nacional de Bellas Artes, pero no encontró allí su voz. Decidió desaprender lo aprendido. Quiso empezar de nuevo. Endureció su mano para reencontrar en el arte prehispánico la libertad y la fuerza plástica que definirían su estilo.

Fue así como nació el artista que el mundo conocería como .

Foto: Facebook Museo Nacional de las Culturas del Mundo.
Foto: Facebook Museo Nacional de las Culturas del Mundo.

Rufino Tamayo: un revolucionario del color sin proclamas

A diferencia de sus contemporáneos Diego Rivera, José Clemente Orozco o David Alfaro Siqueiros, Tamayo no convirtió el arte en una plataforma política. Su obra no narra, no denuncia, no ilustra. Simplemente, vibra.

El crítico Henry McBride lo dijo con claridad: “Tamayo es el único entre los pintores de México que avanza por el camino de la estética”. Para muchos, esto fue una traición a los ideales nacionalistas de su tiempo; para otros, fue una señal de independencia y autenticidad. Tamayo no pintaba para adoctrinar: pintaba para mirar.

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Sus cuadros están hechos de luz y color. Son composiciones que nacen de la intuición pero obedecen a un rigor formal, influido tanto por el arte prehispánico como por las vanguardias europeas.

Foto: Museo Tamayo.
Foto: Museo Tamayo.

Un artista universal con raíces indígenas

Tamayo supo combinar lo más profundo de su herencia mexicana con las corrientes más avanzadas del arte internacional. Desde las naturalezas muertas de los años veinte hasta la invención de la mixografía en los setenta, nunca dejó de innovar.

Trabajó en , donde expuso por primera vez en 1926 con gran éxito. Ahí sorprendió a críticos, artistas y coleccionistas. Mientras en México lo acusaban de renegar de su país, en Estados Unidos lo consideraban intensamente mexicano. Fue el primero en introducir la litografía policromada en México y uno de los máximos exponentes de la gráfica contemporánea.

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Foto: Museo Tamayo.
Foto: Museo Tamayo.

El legado de un hombre que nunca olvidó sus orígenes

Con el paso del tiempo, Rufino Tamayo fue reconocido mundialmente. Su obra se encuentra en museos de renombre como el MoMA de Nueva York, el Museo de Arte Moderno de París, la Galería Nacional de Roma y el Museo de Arte Contemporáneo que lleva su nombre en la Ciudad de México.

Pero nunca perdió su conexión con sus orígenes. En 1974 fundó el en Oaxaca, con piezas que él mismo coleccionó y donó. Este museo es testimonio de su profundo amor por las raíces indígenas de México, las mismas que nutrieron su arte desde aquel primer contacto con la fruta brillante y fresca de los mercados.

A lo largo de su carrera, Tamayo produjo más de mil 300 óleos, 465 obras gráficas, 350 dibujos y 20 murales. Fue reconocido con múltiples premios internacionales y su nombre quedó inscrito en la historia del arte no sólo de México, sino del mundo.

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Foto: Secretaría de Cultura-INBA-Museo Tamayo
Foto: Secretaría de Cultura-INBA-Museo Tamayo

El niño de la Merced que conquistó el arte global

Tamayo decía que “ser mexicano es nutrirme en la tradición de mi tierra, pero al mismo tiempo recibir del mundo y dar al mundo cuanto pueda”. Lo cumplió.

Su estilo único —color vibrante, texturas densas y un simbolismo personalísimo— se mantiene vigente. Ya no era aquel niño que ayudaba a su tía en un puesto de frutas, pero su mirada siguió captando el mundo con la misma intensidad.

Rufino Tamayo murió el 24 de junio de 1991, pero su obra sigue dialogando con quienes la observan. Es el ejemplo de cómo un joven vendedor de fruta, guiado por la disciplina y la pasión, puede transformar la adversidad en belleza universal.

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