Elizabeth aceptó que tenía dones especiales a la edad de 22 años, luego de su primer embarazo. Ahora con 39 entiende que fue un camino largo de visiones. Considera que antes no era una mujer creyente. No había tenido en su vida los descubrimientos. No hablaba con la muerte como ahora, no la veneraba como cree que ella se merece.
“Me negaba desde niña a aceptar lo que soy”, dice. Elizabeth habla desde el centro de un templo que tiene murales gigantes de cráneos pintados, ramos de flores y un nítido olor a pintura de aceite mezclado con frutas.
Elizabeth va ataviada con un huipil chinanteco amarillo que parece hacerla brillar rodeada de un pentagrama negro. Está flanqueada por tres imágenes de la muerte con ropajes de colores oro, blanco, verde y en el centro una muerte coronada, con su báculo, sosteniendo un mundo de granito.
“La muerte vestida de blanco es para la salud; la verde, la esperanza; el negro, protección. El pentagrama tiene runas de éxito y abundancia, las imágenes las traen las personas, los fieles dejan mucha cerveza, cigarro, tequila”, cuenta.

“Mis hermanas me curaban cuando yo enfermaba, yo veía a mi hermana Alejandra hacerlo, pero yo decía 'esas cosas no existen'”. Poco a poco se fue adentrando Elizabeth en la creencia, a golpe de experiencias personales, dice que se dio cuenta que adorar a la muerte le quitaba los peligros.
Es una construcción de 150 metros cuadros en una ciudad que por mucho tiempo ha tenido capillas dedicadas “La Niña” en varias de sus colonias: en el Puente Caracol que divide Oaxaca con Veracruz, en el corredor de la colonia Catarino Torres Pereda, en un bar del centro a media calle del Palacio Municipal, donde el dueño edificó construyó un altar para que con su fe la muerte lo ayude a sanar de una enfermedad incurable; en los puestos de verduras de los mercados, en la colonia Oaxaca y su capilla de nichos donde llegan fieles de Chicago.
Pero la motivación de Elizabeth no fue la violencia, ni eso que ella considera un mito que hace que los adoradores de “La Santísima” practiquen muchas veces su fe en la clandestinidad: que a la muerte la adoran delincuentes. Su motivación fue un milagro en su vida, una promesa.

La segunda hija de Elizabeth fue diagnosticada con displacía de cadera congénita cuando era una bebé. La posibilidad de que al crecer la niña no caminara o lo hiciera con dificultades, según los doctores, era muy alta. Los tratamientos que le daban no funcionaban. La única forma de darle esperanza a la pequeña y evitarle el dolor era una cirugía abierta, difícil y costosa, que no hacen en cualquier parte de México.
Se fue con su hija a Veracruz, a Querétaro, pero no podían ayudarla. Entonces vino el quiebre. Se tatuó en el pecho una imagen de la muerte con su guadaña colgando de sus músculos y le habló una noche con el corazón encendido.
“Si me cuidas a mi hija, quiero prometerte que te van a venerar, quiero decirte que vas a tener un hogar donde la gente que te necesite va a venir arrodillarse ante ti”. Dice Elizabeth que en ese momento se le empezaron a abrir las puertas, su hija fue operada, curada, guiada por la mano de la Santa Blanca.
“La Santa” está construyendo su casa, yo sólo soy un instrumento, el dinero para hacerlo se fue dando, comenzó a venir la gente cuando todavía estaba en obra negra, ella me ha guiado para hacer trabajos espirituales”, dice Elizabeth, quien agrega que los devotos cooperaron con material, con dinero y con trabajo.
Mientras habla, un perro blanco chilla porque quiere entrar al templo, otros dos perros negros aguardan afuera, ella los alimenta. La casa dedicada a la Santa Muerte, tiene en la entrada la estatua de un demonio con el rostro rojo y un ropón oscuro, un tridente de metal y un ave disecada en sus manos. El templo fue planeado para 100 personas, pero ahora alberga en las fiestas anuales hasta 250.

Elizabeth vive arriba de la iglesia, su hija ha recibido cuatro operaciones desde que comenzó el templo, ahora, de ocho años la acompaña en las misas, en las peregrinaciones. Para proteger el templo y su casa Elizabeth tiene sembrado en el patio de acceso plantaciones de sábila y albahaca.

“Es una idea tonta pensar que Dios está peleado con la muerte y con satanás porque no es así, no hacemos rituales satánicos. Cómo puede decir la gente, aquí la cosa es sanar, hacemos ceremonias de retiro, abrecamino y sanación, yo creo en Dios, pero después de él está la muerte”.

Es una casa grande que sobresale en el paisaje por su color morado y dos paredes con pinturas de la muerte alada y puertas doradas. Es un edificio rodeado de plataneras, arroyos y árboles de hule que dan al camino del reclusorio. Una zona de calor intenso, que todos los años sufre inundaciones.
“A la gente nueva la recibimos a puerta cerrada, muchos llevan su fe en la Santa de manera oculta, el qué dirán de la gente los obliga, pero aquí los recibimos, les pedimos vengan de blanco, los limpiamos, se quedan dormidos, dejan sus preocupaciones, le prenden veladoras, se van tranquilos”, cuenta Elizabeth.

Va recién bañada y su voz es tranquila, va cubierta de oro y tatuajes con imágenes del inframundo en la mitad del cuerpo. La mitad del cuerpo, sus dos vidas, porque dice que no es lo mismo adorar a la muerte de noche que de día, o que la magia negra no se combate con blanca, sino con luces oscuras.
Dice que el amor de “La Niña Blanca” es inmenso, porque acepta a quienes otras religiones rechazan: a los presos, los minusválidos, a los homosexuales, a los desahuciados que están más cerca de la muerte.
Elizabeth entiende el mundo dividido entre el día y la noche en una batalla permanente. Tiene 27 tatuajes sólo de un lado del cuerpo, representan para ella el ying y el yang, la muerte, la vida.

“La preciosa inmensidad que emana del inframundo puede curar todos los males”, repite. Su hija está afuera, sana, arreglando el vestido negro de la muerte, esperando para celebrar el cumpleaños de la Santa.