Don Álvaro va más allá y en su casa guarda también dos cráneos limpios y huesos ataviados de ornamentos con piedras preciosas, que encontró escarbando el terreno donde construyó a mano su pequeña casa hace 40 años. Entre costales de trigo seco, cuenta que el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) quiso llevarse las piezas.

“Los gringos que han venido me dicen que tengo mirada de arqueólogo, porque veo cosas brillantes en la tierra y encuentro huesos y recipientes, yo no sé si sea cierto, yo sólo camino mucho el monte y veo las señales, luego vienen ellos con sus brigadas y no encuentran nada y quieren que uno le entregue las cosas porque son bienes de la nación, pero nomás quieren quitarle a uno su casa”.
Cuenta don Álvaro que una vez, después de pasar varios días escarbando, “gente de corbata del gobierno” le quiso dar 200 pesos para “que se comprara un refresco” por lo que había encontrado; dice que también han querido expropiar su terreno, pero nunca le han ofrecido un repuesto de su casa a cambio.
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Las piezas de su vitrina las ha encontrado con métodos fantásticos, una mezcla de fantasía y realidad que muestra el amplio conocimiento que don Álvaro tiene de la historia de su pueblo y sus mitos.
Tres piezas las encontró en una barranca, en un camino donde está el árbol del que se dice que nacieron los mixtecos. En una ocasión un visitante, espantado, fue a buscarlo porque escuchó un ruido espantoso en una gruta donde don Álvaro fue guía de joven; cuando fue a ver no encontró ruidos, pero en el peñasco vio una luz de la que emergía una serpiente, bajo esa tierra encontró uno de los cráneos.

En otra ocasión, llevaba a sus animales alrededor de las 8:00 de la noche y se le presentaron luciérnagas en una ladera, caminó y encontró un árbol que brillaba, en sus raíces había huesos y vasijas que cuando los limpió con agua tibia se volvieron color sangre.
“A veces llevo un aparatito de plomo a las grutas, es un aparatito que me enseñó hace mucho un tipo que buscaba petróleo en los cañones, él no sabía que la roca está viva, que fue el sepulcro de una reina”, cuenta.
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Don Álvaro va de una historia a otra. Pasa un largo tiempo contando los detalles del sepulcro de una reina en la alta montaña, desenterrada por un holandés de nombre Martín y un norteamericano que estuvieron varios meses en la comunidad y se llevaron una casa repleta de tesoros, tras engañar a los pobladores, haciéndoles creer que eran sus amigos.
“Todavía escarbo la tierra, sigo rebelde, cuando me muera le voy a dar todo a la autoridad del pueblo para que hagan un museo comunitario, pero antes no, que me den unos 10 mil pesos al menos, para darle de comer a mi burrito”, dice el arqueólogo brujo.
Afirma que en Santa María Apazco, Nduayaco, Apoala y pueblos serranos de alrededor, ubicados entre cañones y accidentes geográficos con paredes de 180 metros de alto, vivió gente desde antes de que llegaran “los cristos” y que se construyera la iglesia, alrededor del año 1600.

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A sus 87 años, está cargado de símbolos de la historia de un pueblo de 900 personas hundido entre los valles, alejado de servicios básicos, con calles muy limpias, días enteros sin luz eléctrica y la compañía de chaneques, bolas de fuego, brujas que encienden la noche para avisar que hay oro en la tierra, mundos que no están en los mapas.