La existencia de Amado Justo se extinguió cuando estaban todas las promesas de la vida prendidas para él y su familia oaxaqueña: inaugurar una casa de cultura para enseñar música a los niños tuxtepecanos de comunidades junto al río y con ello alimentar un intercambio cultural entre la jornada cucalambeana del campesinado cubano y el son jarocho oaxaqueño.
Amado fue un cubano que tuvo como primer amor la música y, después, el despertado por Betzabé Pantoja Camarero, una oaxaqueña jarocha que conoció en Cancún, extenuado de viajes por España, Canadá, Portugal y Japón en giras con la orquesta caribeña de Elito Revé y su Charangón, cuando apenas iniciaba el siglo.

Amado Justo Ávila Díaz nunca había podido volver a la isla que extrañaba, pero encontró el amor de su vida en Betzabé, en los dos hijos que tuvieron y en el calor tropical de Papaloapan, su nueva Cuba.
Betzabé Pantoja Camarero está rodeada de niños en la Casa del Pueblo. Está junto a una docena de pequeños que no rebasan los 10 años y sudan a mares, mientras sus mamás los animan y aplauden. Los niños llevan guayaberas y camisas blancas con bordados de colibríes en el pecho, en sus cuellos portan paliacates rojos. Las niñas, con el pelo recogido y enaguas largas de colores, tocan las percusiones y los panderos.
–Amado decía que el Papaloapan era igual a su casa en Cuba. La gente era muy parecida a la cubana, amable, alegre. Nos casamos y llegamos unas vacaciones en 2007 y ya no se quiso ir, incluso dejó una gira por Europa, siempre pensó que aquí podría empezar de cero, construir lo que no había, dice la mujer.
Betzabé viste una falda negra floreada, una blusa blanca con bordados de gancho, esos donde dicen que las jarochas plasman su tristeza o su alegría a través de hilos con formas de pájaros. Betzabé canta un son llamado “El platanero”, que compuso Amado Justo para dar a conocer Papaloapan, mientras sus hijos Yordanis y Arley tocan las guitarras.
Betzabé dice que Amado, además de músico, era conocedor de la historia de los pueblos, que había estudiado en la Escuela Nacional de Artes en Santiago de Cuba, antes de recorrer medio mundo como bajista y vocalista de grupos de son cubano y música bullanguera. Igual que ella, que terminó su carrera de contadora en el Tecnológico de Tuxtepec, pues le hizo a su padre la promesa de terminar sus estudios y sólo después de cumplir se dedicó a su pasión verdadera.

– Le dije: Papi, aquí está el título, pero me gusta la música. Y me preparé para ser maestra de canto. Amado hizo lo mismo, siguió su pasión a todas partes, era un compositor nato, hasta inventó una guitarra que se llama “tresillo”, una guitarra de cuerdas dobles que tocan en las zonas rurales de Cuba. Cuando Betzabé habla su respiración se corta, su mirada parece entrar a un túnel donde se esfuerza para que salgan a la luz las cosas más luminosas.
Bailan y hay una alegría extraña en la humedad, no puede distinguirse si hay más alegría que desconsuelo.
A la Casa del Pueblo, que es una extensión de la Casa de la Cultura regional ubicada en Tuxtepec, le pusieron el nombre de “Amado Justo Díaz” en honor a “El Cubano”, como era conocido en la Cuenca este músico originario de Las Tunas. Cuenta Betzabeé que él ya no pudo ver cumplido ese sueño que persiguió por seis años, el de tener un espacio digno donde los niños aprendieran la historia del pueblo más allá de las versiones oficiales. Un espacio que un día estuvo en ruinas y es un icono del pueblo, porque fue de las primeras construcciones frente al parque, y cerca de las vías que atraviesan la frontera.
La Casa del Pueblo, que antes se llamó “Rio de las Mariposas”, aún no está terminada. Por años sobrevivió con colegiaturas de 50 pesos mensuales a niños de las comunidades. Hay losas de cemento sin pulir y no cuenta con los aires acondicionados prometidos por el gobierno municipal de Tuxtepec, para que los niños resistan las altas temperaturas. Para aprender, los estudiantes se prestan las guitarras, uno se lo lleva un día, la devuelve y se la llevo otra, pues no han tenido acceso a instrumentos de parte de ninguna dependencia de cultura; en el centro de la casa hay una pequeña mesa con una foto grande de “El Cubano”, al lado de un pizarrón que dice, “así suena el campo”.
– Teníamos el proyecto de un disco. Él quería ir a Camagüey y llevar la música tradicional de nosotros a la Isla. “El Platanero”, él decía que debía representar a la región porque nuestra historia está ligada al plátano macho, al rio, a los negros, recuerda Betzabé, quien aún ama a su esposo por los mundos construidos para niños pobres y por la necedad y el sueño de sacarlos de la violencia con las clases de piano, la percusión o la jarana.

– ¿Pasó lo mismo con él? ¿Pudo venir su familia de Cuba?, se le pregunta.
– No, no vino nadie de su familia, no pudieron. Él dejó dos hijos en Cuba de un primer matrimonio que no pudieron venir, tampoco sus hermanos, sólo lo vieron por videollamada y las fotos que les enviamos del funeral.
Betzabé llora apenas y enseña el pasaporte de Amado como una reliquia. Habla de su esposo como si estuviera, como sino hubiera existido la pérdida. A veces se le olvida que no está, que falleció a unas calles, en la segunda casa que rentaron cuando llegaron en 2007. Dice que juntos podían muchas cosas, que sobrevivieron al incendio de su casa en 2014, que a pesar de las pérdidas tenían un grupo llamado “Trio Cubano”, donde tocaban junto al mayor de sus hijos, que tocaban y cantaban son y cumbia en eventos de los pueblos y participaban en actividades culturales con instituciones.
– Gracias a él yo supe que también tengo sangre cubana. Que mi abuelo llegó de La Habana en un barco a trabajar en los platanales y conoció a mi abuela, que era de Paso Nuevo, Veracruz. Que mi abuelo era un señor alegre que le gustaban las muchachas y anduvo de coscolino por Alvarado y Tres Valles, relata la mujer, que es descendiente de cubanos que habitaron un pequeño estero de mulatos, que criaban ganado y recolectaban plátano, hace muchos años, del otro lado del río.
Y sin saberlo, Betzabé se casó con un cubano que la amó en una nueva isla de humedad intensa. Un par de músicos en un país perdido.