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Su voz es tenue, es un anciano delgado y amable hablando tímidamente de lo que ama en el fondo de un cuarto con trebejos y paredes de la que cuelgan decenas de máscaras.
Vive en una colonia de la cabecera municipal de Silacayoápam cerca del centro, un municipio de 6 mil habitantes ubicado a 270 kilómetros de la capital de Oaxaca, un pueblo olvidado históricamente por los gobiernos del centro y cuyas tradiciones y comercio están más ligados al estado de Guerrero.
Para llegar a su casa hay que ascender por un precipicio, calles empinadas, desde donde se ven los paisajes interminables de la sierra Ñuu Dzahui, el antiguo “pueblo de la lluvia” en mixteco antiguo. Don Adán habita en una vivienda sencilla, pero amplia; donde las “chilenas mixtecas” parecen canciones permanentes metiéndose en el silencio de un municipio muy pobre, que sólo parece tener la música, las fiestas patronales, una plaza limpia y grande para no ser únicamente un lugar con servicios públicos desiertos, y calles largas y anegadas.
Cuenta don Adán que los señores viejos le decían de niño que “el carnaval lo trajeron los negros de la Costa”; comerciantes, alfareros, arrieros que iban a Silacayoápam cada año antes del miércoles de ceniza a adorar la imagen de Cristo. Negros que bailaban al ritmo del violín y hacían música de quijadas de burro: se ponían máscaras con rostros cimarrones para representar espíritus de antepasados, genios y héroes mitológicos como santos que libraron a los negros de morir en el mar. Eso contaban los mayores, pero dob Adán cree que ahora las máscaras barbadas representan a los judíos que condenaron a Jesús a la crucifixión.

La casa de Adán es un solar inmenso. Dentro de ella corren sus nietos, sus hijas pintan de blanco las vetas de la madera pulida, su esposa cuida las ollas en la lumbre y los perros descansan sobre la tierra al lado de los becerros. Su taller es un cuarto amplio, por todos lados hay pintura de aceite. Su espacio más íntimo es una silla de plástico rojo y un tronco grueso de ahuehuete, ahí don Adán cincela, lija, tornea.
“Me tardo tres días en encontrar la figura en la madera cortada, alrededor de ocho días para terminar una pieza completa y acabar todo el proceso. En el árbol hay partes que tienen vetas macizas, y hay partes blandas y suaves que hay que saber encontrar. A diferencia de cuando yo estaba chamaquito, que se usaban unas máscaras de jícara”, para sus creaciones no hay bocetos o dibujos, las rostros cobran vida por sí mismos desde su imaginación.

Él le ha dado sentido de pertenencia a un carnaval que los pobladores consideran mestizo porque es litúrgicamente católico, pero ritualmente nació con “La Danza de los Negros”, esa representación de la domesticación de lo salvaje que según Natalia Gabayet es la narración de un mito que no es exacto: los vaqueros, los diablos, los nahuales pertenecen a la tradición de los pueblos negros de Oaxaca y Guerrero en resistencia contra la aniquilación, una región sin frontera o límite cultural preciso, donde cada año los pobladores bailan.
Una tradición que Adán enriqueció durante las últimas décadas y que además de ser un modo de vida para él, sus diez hijos y sus 37 nietos, lo convirtió en el mítico señor de las máscaras de la región mixteca, caretas que hoy son exportadas a Estados Unidos y se han popularizado entre los mixtecos que migran. También son usadas para festividades de la Costa Chica de ambos estado vecinos, como el carnaval afromestizo de Almolonga en Guerrero o El Carnaval de los Diablos de Santiago Juxtlahuaca.

“Mis cuatro hijos varones tienen su propio taller en el pueblo, es la única herencia que voy a dejarles, les enseñé a hacer las máscaras desde chiquitos. Mis seis hijas también son artesanas, ellas me ayudan bastante, toda la familia pinta las orejitas, blanquea los maderos, pule, con este trabajo nos mantenemos toda la familia”, relata.
Las mascarás que se venden para las fiestas de la región cuestan hasta 2 mil 500 pesos la pieza y antes, cuenta Adán, eran artículos baratos de 3 pesos sin pintar, se han ido encareciendo por la tradición, pero sobre todo el aumento del precio en los materiales.
Adán es el hacedor de un artefacto donde no hay una selección aleatoria de los personajes, para él las máscaras son objetos complejos, una posibilidad de ser otro antes de la llegada de tiempos sagrados o la cuaresma, previo a la crucifixión de Cristo; la posibilidad de una fiesta infinita y pagana donde “sueltan a los demonios enmascarados de humanos barbados” anteriores a las procesiones de la Semana Santa y el sufrimiento del dios del que él es ferviente.

“Todas las máscaras son piezas únicas, antes sólo abrían por la mitad la madera, acomodaban narices de plastilina, las pintaban de negros, por eso le llamaban el carnaval de negros que venían de la Costa Chica hasta la montaña, y se quedaron aquí hace muchos años, eso me decían los viejos, pero ahora ya hay de colores, con cuernos, de Kalimán”. Atardece en la sierra mixteca.
Por todo el taller hay “niños dioses” quebrados, santos católicos hechos añicos. La gente del pueblo se los lleva para que los repare, los pinte, los transforme en nuevas figuras. Él insiste en que es un hombre creyente, por eso repara las imágenes, le gusta trabajar para los dos mundos: las máscaras de diablos negros y las imágenes sagradas a las que con sus manos puede devolverles la luz.
