A los disfrazados de espiritistas los identifican por las capas repletas de espejos, una herencia arraigada en el pueblo donde estos cristales representan ventanas al inframundo, portales por donde vuelven los ancestros.
Pero la figura más importante, según la tradición que cuentan los viejos del pueblo, son los diablos, representados por el cascabel de la culebra transformado al acero, el sonido de la dualidad entre la vida y muerte que rompe con su ruido el silencio del sepulcro.
Desde entonces este joven quiso dedicarse a hacer disfraces para recordar a su hermano y a su niñez. Y así preservar una misteriosa tradición de la que él desconoce su origen, pero que afirma que lo pone feliz.
Víctor vuelve a un tono optimista cuando recuerda que en unas horas se vestirá de una muerte con zancos. Este año no le alcanzó para reparar su traje viejo, hace el traje de otros, pero el suyo no ha podido repararlo por falta de dinero.
Muestra la espalda de su viejo disfraz, que saca de una caja con cientos de cascabeles. Es la imagen de “Psycho Clown”, uno de sus luchadores favoritos incrustados en la parte de atrás de la camisa, bordado con chaquiras estridentes, puede verse la lengua estirada del personaje, si Víctor tuviera dinero compraría la máscara de su héroe y la bordaría de lentejuelas. Ya ha pasado la tristeza inconsciente, enseña su álbum de fotos donde está junto a Félix en las primeras muerteadas, cuando ambos eran niños.
“Yo llevaba la máscara de Spider Man y él no se quiso poner la suya”, dice. El álbum amarillento tiene las fotos de su mamá Dora Velasco, al lado de los niños. La mujer lo acompaña desde entonces al centro del pueblo para verlo disfrazarse, pero enfatiza: “ella sólo va cuando salgo yo, porque no le gustan las multitudes, prefiere de Día de Muertos sembrar flores en el patio”.
Hay una tradición establecida. Todos los barrios hacen “La relación”, que es una obra de teatro frente al palacio municipal donde se hacen versos en rima, a diferencia de las calaveritas de otros lugares. En dicha obra se cuenta lo que ha pasado en el pueblo, las historias de los vecinos donde los otros se enteran de los acontecimientos.
También, ahí montan la lucha entre el diablo y el espiritista: el diablo se quiere llevar al muerto y el espiritista regresarlo, están los cantos de entrada y salida, la viuda que pide posada, el hacendado en quiebra muriendo que llama a mayordomos, al caporal, al chivero.
Cada disfrazado paga alrededor de 900 pesos por entrar a la fiesta, dinero que usan para pagar la banda de música que los acompaña a todos lados para festejar que triunfaron sobre la muerte. Luego hacen recorridos por los barrios cargando trajes que pesan hasta 50 kilos y así llegan a casas que seleccionan los “encabezados” o los coordinadores de las festividades y ahí tocan la tambora. En esas casas les dan caldo de pollo, de camarón, panes para que sigan hasta el amanecer.
Dice Víctor que su tío Cándido, que tiene 86 años, siempre que es la Muerteada llega a su casa echando versos. Él confiesa que no le sabe mucho a eso de la versada a menos que tenga encima unos mezcales.
Su tío le ha contado que la fiesta ha ido cambiando, que desde que era niño en los años 40 se hacen muerteadas en San Agustín y que su abuelo le contaba que, también desde que era niño, se hacían en el pueblo, pero que antes eran pocos espejos y pocos cascabeles. No había mascaras elaboradas, pero siempre ha habido música de banda. Que ahora todo se ha vuelto más carnavelesco, más espectacular.
“Hago los disfraces porque me gusta, creo lo hago bien y me da mucho gusto, pero no sólo es por el dinero, me gusta ver la emoción de las personas que lo piden, es una emoción que yo también siento”.
Durante estos días ha cosido casi 3 mil cascabeles a la prenda. Su cliente es de su tamaño, un metro 60 centímetros, pero dice que en personas más grandes se cosen hasta 4 mil o 5 cascabeles. El precio de la inversión puede variar, pero una caja con 100 cascabeles, cuesta alrededor de 180 pesos, siempre y cuando sean de los sencillos, los caros con forma de flor y fierro que usaban las antiguas hiladoras de la zona, pueden costar miles de pesos. Una inversión que oscila entre 5 mil 400 y 9 mil pesos sólo en material, aparte la mano de obra.
Un trabajo por el que él cobra entre 2 mil 500 pesos y 3 mil pesos. “Yo llevo hechos 7 disfraces de diablos, empecé a hacerlos hace unos cuatro años. Empecé con el mío, ahorré durante un año y yo mismo me lo hice. Al principio me lastimaba los dedos con el alambre, no es fácil, yo ya tenía nociones, me enseñó mi tío Francisco, él hizo muchos años trajes para la gente en el pueblo y yo quiero seguir esa tradición”, cuenta emocionado.
Víctor dice que las muerteadas le dan sentido de vida. Cree que no sólo a él sino a toda la comunidad. Se trata de una noche, de una madrugada entre todas, donde los vivos bailan y caminan a la iglesia y al parque central al lado de sus fantasmas hasta el amanecer, y los despiden en el panteón con tambora y trombón y mezcal, celebrando la vida y ahora la muerte, como siempre debió ser.