Enclavada entre montañas y cafetales, la comunidad de Santa Ana Tlapacoyan, en el municipio de Zimatlán, Oaxaca, resguarda una de las devociones más entrañables del estado: la del Santo Niño de Atocha, una pequeña imagen religiosa que, según los pobladores, no sólo escucha oraciones y cumple milagros, sino que también juega, sonríe y acompaña a su gente.
El pequeño santo, que ha pasado de generación en generación, pertenece actualmente a Doña Hortencia Pérez, conocida con afecto como Doña Tencha, quien ha convertido su hogar en una capilla abierta a todos los fieles.
Su casa de adobe y teja es hoy un punto de peregrinación para devotos que llegan con flores, veladoras y promesas que agradecer.
El Santo Niño de Atocha tiene raíces que se remontan a la devoción española hacia la Virgen de Atocha y su Divino Niño. La historia, nacida en el Madrid medieval, cuenta que el pequeño Jesús, vestido de peregrino, alimentaba a los prisioneros cristianos durante la ocupación musulmana. Su canasta nunca se vaciaba y su cántaro de agua siempre se mantenía lleno.
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De acuerdo con la Basílica de Atocha en España, la tradición llegó a América con los colonizadores y se consolidó en Plateros, Zacatecas, donde el Niño adquirió fama milagrosa. Desde ahí, su devoción se extendió por todo México, llegando hasta las montañas oaxaqueñas, donde hoy su imagen en Tlapacoyan es considerada protectora "y juguetona".
El 2 de febrero, Día de la Candelaria, es la fecha más esperada por los habitantes de Santa Ana Tlapacoyan. Desde temprano, la comunidad se llena de música, flores y aromas de comida tradicional. La casa de Doña Tencha se transforma en el centro de una gran celebración donde nadie se queda sin comer, ni sin agradecer.
En años recientes, los fieles también festejan al Niño el 30 de abril, Día del Niño, adornando su altar con juguetes, globos y flores de papel. Esta doble celebración refuerza el vínculo entre lo sagrado y lo infantil, recordando que el Niño de Atocha no sólo es un símbolo de milagros, sino también de alegría y ternura.
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Los testimonios sobre los prodigios del Santo Niño de Atocha abundan. Se cuentan historias de personas curadas de enfermedades graves, familias protegidas de accidentes y enfermos que recuperan la esperanza con sólo tocar el vidrio del nicho donde descansa la imagen.
Una de las anécdotas más recordadas es la de un hombre que llegó en silla de ruedas y, tras encomendarse al Niño, regresó caminando meses después. Otros fieles aseguran haberlo visto en hospitales, apareciendo en forma de un pequeño doctor que brinda consuelo a los enfermos.
A diferencia de otras imágenes religiosas, el Santo Niño de Atocha de Tlapacoyan tiene fama de travieso y juguetón. Por las noches, los pobladores aseguran escuchar el sonido de carritos, trenecitos y pelotas moviéndose solas en su capilla.
“Le gusta jugar con lo que le traen”, comenta Doña Tencha. Por eso, los visitantes suelen dejarle juguetes como ofrenda. Se han registrado incluso sucesos curiosos, como globos que parecen moverse por voluntad propia o cambios en el color del rostro del Niño, que se sonroja cuando está contento o recibe muchas visitas.
El Santo Niño de Atocha de Tlapacoyan no se encuentra en una iglesia monumental, sino en una capilla sencilla, donde la fe se manifiesta sin grandes ornamentos. Entre flores, juguetes y veladoras, el Niño sigue siendo el corazón espiritual del pueblo.
Santa Ana Tlapacoyan, cuyo nombre en zapoteco significa “Lugar donde se lava”, conserva una rica herencia cultural: su templo del siglo XVII, su música de bandas de viento, las artesanías como el barro negro y la palma, así como su gastronomía tradicional mole, barbacoa y mezcal. Pero es la devoción al Santo Niño la que mantiene viva la identidad y el espíritu de esta comunidad.
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Para los habitantes de Tlapacoyan, el Santo Niño de Atocha no es sólo una imagen: es una presencia viva que acompaña, consuela y alegra. Nadie sabe qué sucede cuando cae la noche en su capilla, pero todos coinciden en algo: el Niño está ahí, velando por su gente.
Entre la fe y el misterio, el Santo Niño de Atocha sigue siendo un símbolo de esperanza para Oaxaca, uniendo generaciones en torno a una devoción que se renueva con cada sonrisa, cada oración y cada milagro.