Una hora entre los escombros de Juchitán: la noche más larga dejó una herida que sigue abierta
180 segundos bastaron para herir de muerte a una ciudad y dejarla agonizando por horas, hasta que la claridad de la mañana mostró la magnitud del terremoto de 8.2 que azotó Juchitán
Juchitán de Zaragoza. — Tres minutos. Esa fue la duración estimada durante la cual la tierra sobre la que descansa la ciudad zapoteca de Juchitán se estremeció con toda su fuerza a las 23:49 de la noche del 7 de septiembre de 2017.
Esos 180 segundos bastaron para herir de muerte a una ciudad y dejarla agonizando por horas, hasta que la claridad de la mañana mostró la magnitud de la devastación, misma que nadie podía adivinar antes de que este cataclismo anidara en la región de la gente de las nubes.
Apenas unas horas antes, Isabel llegó cargada de botanas a una de las cantinas de Juchitán. Eran alrededor de las 7 de la noche. La venta había estado mal ese día y su bolsa resguardaba intactos los camarones, los huevos de tortuga y los charalitos. Aquella parada era su último intento para rescatar la jornada.
El lugar estaba casi vacío, sólo su amiga la mesera y un viejo cliente en una mesa del rincón. A petición del comensal que le compró toda la botana, Isabel lo acompañó el resto de la noche, hasta que la mitad de la casa se les vino encima.
Tres años después, Isabel recuerda perfectamente los detalles de esos tres minutos que duró el terremoto. Esta zapoteca de 50 años describe con el movimiento de sus manos la forma en que la vieja casa de teja se movía y con sonidos onomatopéyicos recrea el crujido de las vigas, los murillos del techo y las paredes.
Foto: Roselia Chaca
"Empezó a temblar desde el corazón de la tierra. Las tejas crujían con un “fraca, fraca, fraca". Yo me hice piedra en la silla, no me moví, mientras el polvo del techo se caía en mi cara. Y yo sólo pensaba en mis hijos”, cuenta Isabel.
Congelada de terror en su silla, y junto al cliente que no se movió, Isabel recuerda que sólo vio como la parte que hacía de cocina se desplomó hasta el suelo, con su amiga la mesera dentro.
“En eso estaba cuando la mesera se cayó, y después sobre ella se vino la mitad de la casa, mientras todo se seguía moviendo, hasta que la tierra se cansó. En ese momento di gracias a Dios y salí corriendo de allí", narra.
Cuando el movimiento paró, Isabel se sacudió todo el polvo de la cara y se acordó de nuevo de sus hijos en casa. Abrió la enorme puerta de madera y salió corriendo a la calle, en cuya oscuridad sólo escuchó los llantos, los gritos y el ¡Perdón Dios! de las mujeres.
Fue entonces cuando se llevó las manos a la cabeza y recordó que en la cantina se quedaron el cliente y su amiga, aplastada por los murillos. Pese al miedo, Isabel y los vecinos entraron y entre todos los rescataron. Al verlos sangrando, asustados pero a salvo, se despidió y como pudo fue en busca de sus hijos. Al llegar a su casa, no estaban ahí, pues a su vez habían salido tras sus pasos.
La Nena y Alex, los hijos de Isabel, comenzaron la búsqueda de su madre apenas unos minutos después del terremoto. La primera parada fue un bar en la Quinta Sección, donde la encargada les dio razón que Isabel pasó, vendió algo de sus productos y se fue.
Foto: Roselia Chaca
Avanzaron entre callejones, esquivando la locura de personas y vehículos que chocaban entre sí. La obscuridad dificultaba identificar las calles, y las casas derrumbadas obstruían los caminos. Con mucho trabajo, los hijos de Isabel llegaron a una segunda cantina, pero tampoco tuvieron suerte. A unos metros observaron a una mujer malherida parecida a Isabel.
Era la dueña del lugar, una mujer robusta con la cabeza fracturada y parte de ésta desprendida. Estaba moribunda en medio de la calle rodeada de sus hijos. Alex se compadeció y la tomó en brazos , hizo una oración y le preguntó si aceptaba con sus últimos alientos a Jesucristo, así lo hizo, y horas después murió.
Al ver que no podían hacer más, los jóvenes continuaron su travesía por toda la parte sur de Juchitán hasta llegar a la cantina donde Isabel vivió el estremecimiento de la tierra. Allí vieron a la amiga de su madre cubierta de sangre sentada en la calle, quien les dijo que Isabel estaba viva y estaba bien, así que en agradecimiento la acercaron con los suyos, pues aunque estaba herida, no había doctores, ni clínicas. Y el hospital también había colapsado.
Una hora después del sismo, los hijos de Isabel lograron abrazarla. Lloraron, agradecieron estar con vida, y narraron a todos las desgracias que esa noche había caído sobre los hijos de San Vicente.
Una hora bajo los escombros
Durante esa hora que los hijos de Isabel la buscaron por todo el sur de Juchitán, Kika estuvo sepultada debajo de una montaña de escombros y madera en el callejón de Las Palomas, a unos pasos del palacio municipal. Sobrevivió de milagro, con tres costillas, la clavícula y la muñeca rotas.
Enrique Godínez, conocida como Kika dentro de la comunidad muxe, no perdió nunca la conciencia, mientras que la adrenalina de saberse viva neutralizó el dolor de las fracturas. Hoy, confiesa que debajo de los escombros sólo le hablaba a su madre muerta.
“En todo momento la imagen de mi madre me acompañaba. Le decía, mami no me lleves aún, no es mi tiempo, sólo resguárdame, ayúdame a salir de ésta. Y rezaba”, cuenta desde su casa reconstruida.
Foto: Roselia Chaca
Mientras los minutos fluían y la ciudad descubría entre la oscuridad el tamaño de la herida, las grandes y pesadas vigas del techo impedían que Kika fuera rescatado, así que su familia utilizó un gato hidráulico para mover la puerta que la aplastaba. En total, su rescate duro más de una hora.
Kika recuerda que una vez fuera de los escombros, comenzó a sentir dolor en la parte del pulmón derecho, por lo que su hermano le dijo que no se moviera, que esperaran la luz del día para buscar un doctor. Aunque no obedeció y buscó ayuda médica, sólo ocupó una cama en medio de un patio, pues el hospital también se vino abajo.
Fue hasta varias horas después del sismo, que Kika pudo recibir atención médica y una radiografía mostró que sus tres costillas estaban rotas y una le perforaba su pulmón. Durante dos años y medio, Kika recibió tratamiento y tuvo una la última intervención quirúrgica apenas en enero, en la que le colocaron una placa metálica en su muñeca derecha.
Debido a los daños que sufrió su pulmón, hoy Kika es altamente vulnerable y se esfuerza en no contagiarse de Covid-19, pues aún recuerda aquella noche en la que su madre muerta lo ayudó a sobrevivir.
Foto: Roselia Chaca