Chilapa, donde la violencia no discrimina
En cinco años, las muertes relacionadas con la delincuencia organizada aumentaron 600% en este municipio, a pesar de los operativos de los gobiernos federal y estatal
Esta es la historia de terror de una ciudad blindada por policías y militares. Son las 9:30 de la noche, estamos parados justo en la esquina de la avenida Constitución y la calle Andraca, donde está la majestuosa catedral en pleno centro. Aquí no pasa nadie. Las calles están desoladas, oscuras. Esperamos media hora y nos retiramos sin ver pasar un taxi, un carro, una moto o alguna persona.
Decidimos ir a cenar, tomar algo para después regresar al hotel a dormir. Nos acercamos a un restaurante-bar en la siguiente cuadra. En el lugar se escucha música a un nivel bajo y el murmullo de la clientela; la puerta está cerrada. Desde afuera, les hacemos señas de que queremos comer algo, uno de los trabajadores abre el candado de la primer puerta, pero como no logra identificarnos se detiene y vuelve a cerrar: nos niega el servicio.
Regresamos al hotel. Pasamos por el zócalo, está vacío. En el centro de Chilapa esa noche sólo están imperturbables los dos taqueros más conocidos, Don Toño y El Cuñado. Todo lo demás está cerrado.
Llegamos al hotel y subimos al restaurante. Ya no hay servicio, el encargado nos dice que lo cierran temprano porque desde la ocho de la noche no hay clientela. “No tiene caso tener abierto”, dice.
Las noches desoladas en Chilapa no son casuales. Están invadidas de miedo, de terror. A punta de balas, de muertes, de desapariciones han empujado a los pobladores al encierro, al silencio voluntario.
El miedo se percibe, se ve, se vive. Ahora, muchas de las casas que aún mantenían sus ventanales amplios pegados a las calles los han parchado con muros. Las bodas y los 15 años se celebran por el día, nunca por la noche. Las crisis nerviosas van en aumento.
“Yo trato que la violencia no me afecte, pero en Chilapa el entorno te envuelve. ¿A qué vas al zócalo si no hay nadie?”, reflexiona un hombre, que por seguridad evita dar su nombre. “En mi familia tratamos de que nuestra vida continúe, que la violencia no nos aterrorice, pero aún así ya no sientes la libertad de antes, de caminar por las calles. Ahora, te limitas por las balaceras, por la soledad y hasta por la presencia de los militares que te revisan aunque vayas con niños”, dice con un tono que mezcla la resistencia y el temor.
En Chilapa se vive un miedo colectivo: a las ocho de la noche comienza el encierro de forma casi sincronizada. Desaparecen las combis y los taxis. Los negocios cierran sus cortinas y los pobladores se apresuran a llegar a sus hogares.
De vez en cuando —cada vez más seguido— las ráfagas de las armas apresuran el encierro. Un mensaje difundido por las redes sociales advirtiendo un enfrentamiento o simplemente pidiendo que se guarden, es suficiente. En Chilapa, en los últimos años, cualquier advertencia se toma en serio. Acá las advertencias, sobre todo las de muerte, se cumplen.
Permiso para matar
Desde hace unos cuatro años matan por igual a niños que ancianos, a propios y a extraños, a ricos y a pobres. La violencia no discrimina, no se detiene, pareciera que hay permiso para matar.
En estos cuatro años, la muerte, los militares y policías han cohabitado sin estorbo. Desde 2014 se han implementado por lo menos seis operativos. Uno, nunca antes visto en el país: en enero de 2016 llegaron 3 mil 500 soldados y 250 agentes estatales y federales para vigilar un lugar de 130 mil habitantes. La presencia militar y policiaca no ha inhibido la violencia, sino todo lo contrario, va en aumento. Eso dicen las cifras oficiales.
El Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESP) registró, en 2012, uno de los años más violentos de México, en Chilapa hubo 29 asesinatos. Al siguiente año, 46. En 2014, cuando Los Ardillos y Los Rojos comenzaron su disputa, 55. En 2015, 82; en 2016, 85 y en 2017 se desbordaron: 177 asesinatos.
En cinco años, en Chilapa las muertes aumentaron 600%, se ha hecho casi de todo y todo ha fracasado. Por ejemplo, el gobierno federal lo incluyó en la estrategia para atender a los 50 municipios más violentos del país. La organización México Evalúa revisó la estrategia, analizó ocho meses antes y ocho después de la aplicación de la estrategia; el resultado arrojó que Chilapa comenzó en el lugar 19 y terminó en cuatro, subió 15 puestos.
Apenas, el Consejo de Seguridad, Justicia y Paz publicó un informe sobre violencia. Chilapa ocupó el segundo promedio a nivel nacional: 191 homicidios por cada 100 mil habitantes, superior al de Acapulco que es de 113 por cada 100 mil habitantes.
Todo pende de un tiro
La violencia ha marcado el ritmo de la vida de los habitantes de Chilapa. Todo pende de un tiro. Cuando se da un asesinato, una desaparición, una balacera, todos reaccionan: los padres corren por sus hijos a las escuelas, los transportistas suspenden las corridas, el comercio cierra.
En estos tres aspectos está la mayor afectación. En 2017 se vivieron momentos extremos. Por casi tres meses, más de 60 mil estudiantes se quedaron sin clases por amenazas de las bandas; choferes de las urvan y los taxistas han sido uno de los blancos predilectos y el comercio sufre las afectaciones de las dos anteriores.
El 15 de mayo, en Guerrero comienzan las campaña para los ayuntamientos, en Chilapa la violencia ya hizo lo suyo: en febrero fueron asesinadas dos precandidatas a diputadas locales: Antonia Jaimes del PRD y Dulce Rebajas del PRI. Una pregunta queda en el aire: ¿los candidatos podrán hacer campaña?