El gran descalificador
En la sociedad mexicana hay interlocutores valiosos y necesarios, cuyo punto de vista es indispensable, lo mismo que su crítica
La reacción del presidente López Obrador al video de varios artistas pidiéndole reconsiderar el proyecto del Tren Maya es sintomática de una dinámica tóxica de su gobierno. Al descalificar a todas las voces que aparecen en el video, el presidente comete varios atropellos. Primero, decide ignorar la trayectoria de quien lo cuestiona, aunque sea en los términos suaves a los que recurre el grupo en cuestión, quizá con la esperanza de evitar lo inevitable: la ira presidencial. La difamación de Rubén Albarrán y Ofelia Medina son particularmente indignantes. Ambos, cada uno a su manera, han trabajado desde hace décadas por el medio ambiente y las poblaciones marginadas. El caso de Ofelia Medina es célebre: le ha dedicado años de trabajo concreto a la defensa de los pueblos indígenas. Al descalificarlos como críticos, López Obrador los expone, desde el púlpito presidencial, al acoso en redes y otras herramientas de la polarización y el asesinato de reputación que él conoce y maneja tan bien. Lo que ha seguido, de manera previsible, ha sido una avalancha de falacias lógicas (“¿y dónde estaban cuando...?”) y otros recursos de la difamación.
Todo esto es parte de un sistema que ha envenenado la discusión pública en México.
Desde el principio mismo de su presidencia, López Obrador decretó la ilegitimidad de toda la crítica, venga de quien venga. El presidente ha asumido su diálogo con la sociedad mexicana, sobre todo con aquella que opta por exigirle cuentas y criticar las decisiones que toma, como una guerra que no admite matiz, ni mucho menos concesión.
De tan larga, la lista de voces que el presidente ha echado en el saco de la sospecha es casi risible. En ella caben periodistas mexicanos y extranjeros, intelectuales, artistas, comediantes, cantantes, deportistas, activistas, feministas, ambientalistas, empresarios, opositores políticos, expresidentes, gobiernos extranjeros, parlamentarios europeos y un largo etcétera que hace unos meses incluyó, de manera reveladora, a los padres de niños con cáncer reclamando acceso a medicinas para sus hijos. Todos merecieron el más inmediato oprobio presidencial. No hubo para nadie la mínima cortesía de la tolerancia. No importó la trayectoria del crítico, los fundamentos de su crítica o la desesperanza objetiva de su situación personal.
Señalar todo esto sirve de poco si la intención es convencer al presidente de cambiar. A estas alturas del partido, ya debería estar claro que la apuesta de López Obrador ha sido y seguirá siendo la polarización como herramienta político-electoral. Cree que vencerá dividiendo, sin importar los costos para la sociedad que gobierna.
Pero no por eso debe resultar admisible.
Aunque el presidente insiste en lo contrario, el gobierno mexicano no existe en una burbuja.
En la sociedad hay interlocutores valiosos y necesarios, cuyo punto de vista es indispensable, lo mismo que su crítica. Su trayectoria y su obra, ambas comprobables desde la evidencia objetiva, no son descartables, ni siquiera por el dedo flamígero de Palacio Nacional. Si el presidente decide no dialogar con esas voces, allá él. El resto de la sociedad mexicana debería demostrar que tiene otra disposición moral a la del hombre que la gobierna.