En una esquina de Palacio Nacional, paquetes cerrados de DHL amontonados en el suelo: “¡Va parejo, 150 pesos, parejo! ¡150 pesos lo que le salga!”, grita el vendedor. Tiene a su lado unas muestras de lo que acaso pueden contener los sobres: camaritas, pequeños aparatos electrónicos: “¡150, lo que le salga!”.
Una bola observa, tal vez esperando que se anime el primer incauto. ¿De dónde vienen esos sobres sellados que se ofrecen a la luz del día?
Allá, Correo Mayor es un amontonamiento indescriptible. “Diablitos”, motonetas que avanzan en sentido contrario, bicitaxis con señoras cargadas de bolsas, autos atrapados en el tráfico, ruido, miles de transeúntes en las banquetas, sudando entre el tráfico.
Lentes para sol a 20 pesos. Pantalones de mezclilla a 100. Camisetas de 15 y de a 30. Tres vestidos por cien. Gorras, pelucas de colores, mallas, tenis, pants, lápices labiales. Gente con radios en la mano vigila, avisa, ordena. Es la espalda del Palacio Nacional y ahí comienza lo ilegal, toneladas de productos chinos ocupan las banquetas, los quicios, todo.
Música sale a todo volumen desde las tiendas. Las piedras labradas “primorosamente” por los artífices del mundo novohispano sirven de agarraderas para los toldos que protegen del sol a los vendedores. Les meten clavos a los muros, se cuelgan de los hierros garigoleados de los antiguos balcones.
El Corredor Cultural Moneda vive ahogado. Cuesta trabajo llegar a la Casa de la Primera Imprenta, al Museo Nacional de las Culturas del Mundo, al UNAM Hoy, al Palacio de la Autonomía, a la Academia de San Carlos, al Ex Teresa Arte Actual, al Museo José Luis Cuevas…Vallas permanentes, filtros de seguridad, ambulantaje desbordado, restricciones diarias al libre tránsito… Los turistas —dicen en los museos— se quejan de que les roban carteras y pasaportes.
No hablemos de Guatemala, Argentina, Pino Suárez, tramos de Uruguay. No hablemos de Eje Central con su doble hilera de ambulantes en cada banqueta. Mucho menos de Allende, Tacuba, El Carmen, Venezuela, Nicaragua, Perú, Apartado, Peña y Peña, Girón, Costa Rica, Jesús María, Soledad, Corregidora, San Pablo, Circunvalación.
Ya ninguna de esas calles les alcanza a las muchedumbres errantes. Pero el problema no solo son los ambulantes. Es la mugre, la basura, la suciedad, el abandono, la implacable erosión del Centro.
Llegué a estudiar al Claustro de Sor Juana hace 35 años y qué catálogo de maravillas, qué gabinete de curiosidades los billares, los cafés, las librerías de viejo, las mesas de dominó en las cantinas, las vecindades con pollos y macetas renegridas, el olor a incienso de los templos.
Carlos Monsiváis en la librería Los hermanos de la hoja. José Emilio, una noche, en un reservado del bar La Ópera. Andrés Henestrosa, todos los días, en el Sanborns de los Azulejos. Pita Amor repartiendo paraguazos en Bolívar. Zabludovsky comiendo langostinos en El Danubio, Alí Chumacero burlándose de Arqueles Vela en la Hostería de Santo Domingo: “El FCE le publicó sus Obras Completas y al poco tiempo se murió. Yo creo que las leyó y se murió”, y Resortes llegando en un convertible al Teatro Blanquita.
Eje Central hervía casi siempre, pero a solo a una calle era 1710 o 1920. Íbamos a buscar a la cubana que según Ricardo Garibay vivía en el barrio de San Miguel y tenía un pequeño muñeco de trapo con el que hablaba en voz baja y según esto le decía el futuro. Caminábamos por Donceles buscando la casona de Aura, la de la novela de Carlos Fuentes, o por el Callejón de la Condesa, ya entrada la noche, para ver si seguía existiendo El Fantasma del Correo, la vieja prostituta pintarrajeada, de la que hablaba De la Colina.
La música de marimbas y sinfonolas. El olor de las tabaquerías en Marroqui y del aroma del café en el Tupinamba. La rifa del pollo en Los Portales. Camiserías, zapaterías, una tienda en la que solo vendían plumas. Regresábamos a Donceles para buscar la casa donde mataron a Dongo, y a República de El Salvador para localizar “el teatro de los hechos” en el asesinato de los hermanos Villar Lledías.
He conocido desde entonces muchos Centros. El Centro de antes del Oxxo y de las Farmacias del Ahorro. El centro cargado de extrañeza en donde uno compraba lo que era imposible hallar en otro lado. El Centro de después del terremoto, y de los cafés de los periodistas. El Centro de Salinas de Gortari, que apestaba a orines y que María Félix consideró una vergüenza. No se diga el Centro de López Obrador, con tres hileras de ambulantes en cada calle mientras el Archivo Histórico de la ciudad se caía de viejo.
Llevo casi 20 años caminando el Centro cada semana. Las últimas veces lo hago con tristeza, con lástima y con rabia. Porque nunca lo había visto de este modo. Otro centro: uniformado por las chelerías y los locales de tacos al pastor por toda oferta gastronómica. El Centro de las motos de la Unión Tepito, de las ejecuciones y del cobro de piso. El Centro amolado, chueco y perdido, al que parece que se le cae un trozo cada día.
Qué razón tenía Monsiváis. El Apocalipsis ya ocurrió y nunca nos dimos cuenta.