Opinión

Los días infaustos en Ayotzinapa y aquella maldita bala .223…

Juan Pablo Becerra-Acosta M.

De pronto, con frialdad y jactancia, con lenguaje seudocientífico, en los medios de comunicación y en la comentocracia solo hablamos de expedientes, de carpetas de investigación, de informes, de recomendaciones, de procedimientos, de peritajes, del debido proceso, de laberintos judiciales, de enredos jurídicos; de estudios comparados, de experiencias internacionales (como si México fuera comparable a Colombia o Sudáfrica); de casos y pesquisas que hacen bostezar a cualquiera que no sea especialista.

También, con cierta pedantería sabionda, con palabrejas rebuscadas, debatimos sobre jefes de sicarios, cárteles, funcionarios, jueces, fiscales, procuradores, gobernantes, policías, militares, marinos, guardias nacionales, políticos, y la gente acaba mareada con tantos nombres, siglas… y tonos pretenciosos.

Igual, con solemnidad, peroramos sobre grillas políticas o posibles confabulaciones, complicidades e impunidades, e inclusive, temerariamente, aventuramos nuevas hipótesis y líneas de investigación, que en algunos casos no son más que rotundas voladas.

Es normal para los periodistas estar inmersos en variados ejercicios de comunicación (salvo en aquello de mentir y usar modos engreídos, perdón), que buscan desmenuzar todo lo expuesto en los primeros párrafos, ya que esos datos y personajes, que tienen distintas relevancias periodísticas, no podemos dejar de consignarlos en notas, crónicas, reportajes, entrevistas y artículos de opinión, pero creo que es importante no deshumanizarnos, no sucumbir al hielo emocional, no normalizar y relativizar la violencia, y recordar una y otra vez la desgracia que padecieron y sufren -todavía hoy- 44 familias de los estudiantes de Ayotzinapa.

Sí, 44, no solo 43.

Regreso en el tiempo casi ocho años atrás, hasta visualizar lo que ocurría unos días después de la noche del 26 de septiembre y la madrugada de 27 de septiembre de 2014, cuando llegué a la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.
Lo primero que me impactó al entrar fue el silencio en el patio de la “Raúl Isidro Burgos”.

Los muchos silencios, porque los padres de los jóvenes estudiantes se habían agrupado por familias.

De origen campesino, con manos recias que labran tierras o no cesan quehaceres de leña y nixtamal, vestidos con ropas modestas y calzado sencillo, estaban ahí, sentados en pequeñas sillas plegables, callados, cargando no solo su mudez, sino su pasmo, sus miradas atónitas y espantadas.

De pronto murmuraban entre ellos, bajaban el tono de voz, y volvían a posar su vista en la nada. Por momentos la clavaban en el piso, frecuentemente la congelaban rumbo al camino que lleva a la salida del lugar, como si aguardaran la llegada de alguien.

Después de un largo rato ahí, me percaté que varios de los grupos familiares tenían una silla vacía en sus círculos. Me aproximé a una madre y un padre para platicar con ellos. Les dije que solo quería escucharlos, lo que tuvieran que decirme sobre su hijo desaparecido, sobre ellos mismos y sus sentimientos, y pedí permiso para ocupar la silla vacía al tiempo que me inclinaba para sentarme en ella.

-¡No, señor! -me detuvo la madre, con entonación y mirada de que estaba yo a punto de cometer una imperdonable barbaridad-. Es para nuestro hijo. Lo estamos esperando a que llegue…-agregó.

Dije perdón, discúlpeme por favor, no sabía, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Para ella su hijo no era un desaparecido-muerto, como mi tiempo reporteril me había aleccionado que ocurre siempre que los sicarios levantan a alguien, sino un desaparecido-vivo cuya existencia se sostenía en su imbatible esperanza. Me narró lo que la identificaba con los demás padres de los estudiantes: las muchas miserias campesinas, la esperanza de que su hijo, que apenas tenía unos días en la Normal como los otros desaparecidos, fuera maestro para que dejara eso de ser igual de pobre que sus padres. Lo que le gustaba hacer al joven, la música, el futbol, el humor que tenía, si andaba con una novia, hasta que la ausencia del normalista incrustó de nuevo un silencio ensordecedor entre nosotros.

Vinieron lágrimas silenciosas, que ella se limpiaba en su rostro surcado de sol por tantos años de arrear y corretear animales en el campo. Nos despedimos y tuve la durísima impresión de que ella estaba muerta en vida de tanto dolor.

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A 124 kilómetros de ahí, en el Hospital General de Iguala, otra jornada, el 11 de octubre, catorce días después de la agresión de policías municipales de Iguala, Cocula y Huitzuco contra los estudiantes, y la entrega de los jóvenes a las siniestras manos de sicarios del cártel Guerreros Unidos para que los asesinaran y desaparecieran, logré visitar a Aldo, joven estudiante de Ayotzinapa que había sobrevivido a la agresión.

En una hoja blanca con letras negras, pegada arriba de la cama hospitalaria donde él estaba acostado, se leía:

“Ruptura de cráneo por proyectil de arma de fuego.”

Escribí y publiqué en mi crónica:

“El paciente tiene un rosario plateado anudado en su mano derecha. También una cinta de tela café en la muñeca de la misma mano. Es una reliquia. En la cabeza le colocaron un pañuelo blanco bendecido con la imagen del Sagrado Corazón. Se aprecian suturas en ambas sienes. Una doctora, la encargada de la Unidad de Terapia Intensiva, se acerca a la cama donde él yace prácticamente sin ropa para que no le dé fiebre. Le toca el pecho con firmeza, pero delicadamente. “¡Aldo!”. El joven de 19 años mantiene los ojos cerrados, pero reacciona durante fracciones de segundos. Mueve ligeramente el brazo izquierdo y el pecho. También las piernas. Es como un leve espasmo que se extiende hasta los párpados.”
Luego publiqué en el diario Milenio la crónica del parte médico.

“Habla con voz firme pero con semblante triste el doctor Fernando Yáñez Méndez, médico radiólogo que es el director del Hospital General de Iguala:

“-Entra la bala por la región frontal izquierda, sale por el lado derecho. Produce hemorragia e inflamación intensas. Y como consecuencia de esto se produce un infarto cerebral en los lóbulos frontales, los lóbulos temporales y en la región cortical. En la corteza cerebral. Eso afecta muchas zonas. Es un infarto cerebral que quiere decir que, prácticamente, 65% del cerebro de Aldo no funciona. Está muerto ese tejido. Va a quedar con muchas alteraciones motoras sensitivas, cognoscitivas. De esto, por supuesto, la familia ya está enterada. Ese estado se llama coma vigil. Si él sale, si mejora, no va a poder tener interrelaciones con nadie. Así va a ser. Hay posibilidades de que sobreviva, pero quedaría sin interrelación con el medio ambiente. Va a necesitar una asistencia especial. Va a necesitar ser alimentado por una sonda de gastrostomía, con su traqueotomía, con cuidados especiales. ¿Tiene reacción de algún tipo? Sí, por eso no tiene muerte cerebral. Él responde a estímulos dolorosos y sensitivos. Por ejemplo, si usted le aprieta el esternón, reacciona. Si usted le roza su cara, tiene una reacción de defensa. Tiene tos. Es un reflejo. Se encuentra sin ventilador, con una ventilación asistida. El pronóstico de Aldo es malo para la función y reservado para la vida. Es muy triste para todos. Es una tragedia.”

Es muy triste para todos. Es una tragedia la de Aldo y los otros 43 de Ayotzinapa.

Aldo. Aldo Gutiérrez Solano, el joven de 19 años a quien aquella noche de canallas una bala policial (o sicaria, que para el caso era lo mismo); un enorme proyectil calibre .223, que se usa en los fusiles AR-15, le perforó y atravesó de un lado a otro la cabeza.

Maldita bala: Aldo perdió el 65% del cerebro y quedó en coma.

Esa es la desgracia de Ayotzinapa. No los Murillos y los Zerones. Nunca lo olvidemos, ¿sí?
 

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