Paradoja: aunque su padre pagó por una esposa, aunque tuviera un comprador él sería incapaz de vender a su hija. “Me siento como si estuviera vendiendo una de mis vacas, o un toro, pienso que no es así. No podemos vender. Si se va, es voluntario”.
Trinidad tiene 20 años y escucha a su padre responder en el poco español que entiende. Ella no fue a la escuela. No sabe leer ni escribir. Se cubre el rostro cuando la ven hablando con hombres y dice que no sabe qué es el amor. Habla tojolabal desde niña y teje bolsos y blusas para vender.
Hermelindo lleva semanas con el pie lastimado. No sabe qué le ocurrió; sin embargo, desde ese día su mujer se levanta más temprano de lo normal para alimentar a la familia. A las 03:00 horas muele maíz y luego va a la milpa. Hermelindo comienza actividades hasta las 06:00 horas, desayuna lo que su mujer dejó preparado en la cocina. Coloca una silla donde sabe que la sombra del árbol comenzará y conforme transcurra el tiempo, a manera de reloj de sol, se moverá para encontrar refugio en la suavidad de la sombra.
“Piden una gran cantidad. La gente vende el terreno y entonces, ¿cómo se van a mantener? No es justo. Yo pienso: ‘No es justo’. Vender la tierra, ¿con qué van a comer? Van a entregar los ocho, 10, 14 o 15 mil, pero ¿cómo van a vivir?”, cuestiona.
Antes de pedirle a Estela que fuera su esposa había hablado con ella tres veces. Tenía 20 años y ella 19. Habló con su suegra y le pidió 150 pesos a cambio de llevarse a su hija “para hacer una vida”. De eso pasaron 30 años. “No hay fecha de qué día vamos a caer o a dejar la pareja, sólo Dios lo sabe. Aquí el que se casó, se casó. Es para todo el tiempo, no para una semana. Si el hombre le pega a la mujer, para eso está el papá. Le llama la atención al yerno y lo arregla. Mi mujer y yo les aconsejamos a nuestros hijos. Una pareja hasta el final”.
“Únicamente se le pide permiso al papá y a la mamá. De ahí se entrega algo de comida, un refresquito, un poco de pan y algo de aguardiente”.
Unos niños que Agustín identifica como sus nietos o vecinos lo rodean corriendo en círculos. Detrás se ven cabañas que se pierden en la espesura de la selva. Un joven que escuchó la historia de Agustín y sus dos esposas cuenta que en la comunidad vecina de Santa Margarita hay un hombre que también vivió con dos mujeres al mismo tiempo, pero “dormían en la misma cama, ¡imagínese!”, resalta antes de regresar a la plática habitual sobre el clima y la noche que se acerca.
En Chiapas, la tercera parte de la población pertenece a un pueblo originario. De 33%, más de la mitad son mujeres.
“Tenemos una legislación que prohíbe los matrimonios infantiles o forzados, pero el estado se enfrenta con otra realidad: la normatividad comunitaria. Es importante aclarar que no podemos hablar de usos y costumbres porque muchas de estas formas que decimos o que el estado avala como ‘usos y costumbres’ tienen que ver con procesos impuestos a los pueblos indígenas, que no son propios de su cultura, pero que se han usado para avalar la violencia contra las mujeres”, enfatiza Flores Ruiz.
Desde la emisión de la AVGM a junio de 2017, la Fiscalía de Justicia Indígena de Chiapas registró 59 denuncias de violencia contra ellas. La violación abarca casi la mitad de los expedientes. El promedio de edad de las víctimas es de 15 años, en su mayoría solteras y estudiantes.
“Esto quiere decir que no sólo pasa en zonas indígenas. Es en todo México. Ocurre en regiones urbanas y rurales. No quisiera un foco que excluya al resto del país, que también vive esta situación. Lo que las cifras dicen es que a mayor pobreza, mayor tasa de matrimonio infantil y que a menor educación, mayor tasa de matrimonio infantil.
“Estos parámetros se cruzan con el hecho de que las regiones más pobres coinciden con las que tienen comunidades indígenas y también con menor grado de educación entre sus habitantes, particularmente mujeres. Es el resultado de una múltiple discriminación y desventaja social y económica que hace que estas cifras se incrementen en estas regiones”, concluye Bonnafé.