El cortejo que recorrió las calles de Vicente Camalote lo formó una multitud con la indignación como bandera. Lo mismo entre los gritos de los asistentes que con la caravana motorizada que con sus rugidos y el ruido de su claxon clamaban por la muerte del adolescente cuyo sueño era jugar fútbol de manera profesional y que ya estaba encaminado para lograrlo, pues ya había debutado en la Tercera División de los Rayados de Tierra Blanca.

Fue por eso que antes de que el cortejo llegara desde la casa materna al cementerio de Acatlán, Alexander debía visitar una última vez la cancha, la misma donde jugaba con sus amigos.
Con el féretro en el centro de la cancha, los jóvenes hicieron una última jugada, el balón llegó en un pase, se anguló con el cajón de madera y anotó el gol ante una multitud con el dolor en carne viva. Luego, los jóvenes se fundieron en un festejo-despedida para honrar a su compañero ausente.
“¡Vamos, Chander!” y “Arriba mi campeón”, eran los gritos nacidos del ánimo que la multitud dejó como constancia de la vida de Alexander, cuyo nombre se repetía una y otra vez desde las gradas, en las porras que acompañaban a sus dolientes y que del júbilo se transformaron en reclamos. La rabia había vuelto como única forma de exigir justicia.
Cuando el cortejo llegó a donde sería depositado el cuerpo del joven, el dolor se expandió en el lugar convertido en las notas de “El amigo que se fue”. Luego, siguieron los reclamos contra las autoridades, la exigencia de que no se manche el nombre de Alexander y el clamor para que los responsables de su muerte paguen con cárcel. Todo lo demás fue llanto y rabia.