“En mi casa —Chico Toledo— comía y dormía, era familia”
César Villalobos es hijo de uno de los amigos cercanos del genio oaxaqueño

El hombre de cabello largo y complexión delgada se monta en una vieja carretilla colgando sus pies casi hasta tocar el suelo, en medio de la risa que provoca la escena, otro hombre con toda su fuerza levanta la carretilla y juntos recorren los callejones de la Séptima Sección, ese barrio bravo de pescadores de Juchitán, así recuerda Mateo a su padre cargando a su amigo Chico Toledo.
Mateo Regalado Sánchez hoy tiene 70 años, es nueve años menor que Francisco Toledo, lo conoció cuando el artista recién desempacado de París llegó a Juchitán en busca de sus raíces zapotecas, haciendo el viaje que su padre no logró hacer.
Chico o Min, como lo conocían en Juchitán, no rebasaba los 25 años cuando llegó a su casa en busca de su padre Isidro Pitu, uno de los viejos músicos de flautas de carrizo, conocidos como piteros.
Así comenzó una larga y sincera amistad con la familia del músico hasta el día de su muerte.
Mateo tenía 14 años cuando lo vio cargando una enorme grabadora mientras recopilaba canciones de otros viejos artistas de música tradicional, grabaciones que luego escuchaban en el patio de su casa mientras se emborrachaban.
Fue tanto el cariño que les tuvo, que un buen día Toledo financió a Isidro y sus dos hijos, que conformaban un pequeño grupo de música prehispánica (flauta de carrizo, caparazón de tortuga y tambor con piel de venado), una gira por la Ciudad de México y Toluca, recorrieron la radio y la televisión; con ellos se dio a conocer la música que se hacía entre los zapotecas.
“Fue de mi familia, mi padre lo quiso mucho, en mi casa comía y dormía. Yo tenía una única camisa para salir a pasear a los bailes, pero estaba tan en confianza que un día la vio colgada en la pared, se la puso y se fue. Cuando iba a salir no encontraba la camisa y pregunté a mi mamá por la camisa y me dijo que Toledo se la llevó.
“Al otro día Toledo regresó a mi casa, como si nada, con mi única camisa de fiesta puesta. Así era él, nosotros lo queríamos mucho”, cuenta Mateo sentado en la entrada de la Casa de la Cultura de Juchitán, el primer espacio cultural que creó Toledo en Oaxaca.
Mateo describe al pintor como alguien desprendido de las cosas materiales.
Mientras aprendía el oficio de orfebre, lo acompañó con otro joyero para que le elaborara un alacrán de 150 gramos en oro, pero a Toledo no le gustó el trabajo final y se lo regaló.
“Era mucho dinero en esa época, 150 gramos de oro, y al hombre no le gustó la obra, me lo regaló, así sin más me dijo ‘a ver qué haces con esto, Mateo’. Pues lo desbaraté y pedacito a pedacito hice aretes, pulseras, collares y lo vendí”, recuerda entre risa este extrabajador pensionado del Instituto Nacional de Bellas Artes.
César Villalobos García tiene 81 años, pero la edad no es impedimento para cargar sillas que apila en el patio del centro cultural donde laboraron por 40 años y donde el jueves le realizaron un homenaje al pintor.
El anciano sólo tiene palabras de agradecimiento para Francisco Toledo, pues gracias al artista, cuatro trabajadores de la Casa de la Cultura y él lograron una plaza como trabajadores de base y hoy gozan de una pensión.
“Comenzamos a trabajar con él cuando se estaba creando la Casa de la Cultura, él dormía en el piso de este centro. Un día estábamos desbaratando unas cajas con piezas arqueológicas y de repente salen fajos de billetes, corrimos y le dijimos del dinero, él se llevó la mano a la cabeza y dijo: ‘¡aquí fue donde dejé el dinero, hombre!’ No sé si fue un cuatro o simplemente no le interesaba el dinero.
“En esa época, después de trabajar nos llevaba a su rancho en Ixtepec, Ladxi Xhopa, a bañarnos en su alberca y a emborracharnos”, recuerda este zapoteca con un dejo de tristeza