Hasta días después se sabría que el saldo final de todo ese infierno sería de 32 muertos, y el terror de una ciudad que quedó en medio de la disputa por el control de la plaza entre grupos rivales de la delincuencia organizada, que tienen como sello la quema de comercios y el ataque a bares para sembrar el pánico.
A un año de la masacre, aquella cuando la violencia tocó su punto más alto, las noticias sangrientas no dejan de publicarse en las páginas informativas del puerto, a pesar de que en las calles es normal ver a los marinos o a la Guardia Nacional, lo que se traduce en que los ciudadanos no se sienten seguros en su propia ciudad.
“Después de esa masacre ya no se dio otra igual, aunque la inseguridad siguió. Casi todos los días se sabe de asaltos o extorsiones, aquí mismo enfrente de mi casa. Ahora los comercios los cerramos a las cinco de la tarde por la pandemia, eso quizás ayude”, comenta vía telefónica a EL UNIVERSAL.

Foto: Archivo EL UNIVERSAL
Lo que tiene más presente son otras notas relacionadas con la masacre, aquellas que contaban sobre las 18 mujeres que laboraban en el lugar y murieron en el ataque, desde bailarinas hasta afanadoras, así como de dos filipinos que habían desembarcado en el puerto.
Antonia dice que cuando desgracias de ese tamaño tocan a la puerta, poco es lo que puede hacerse más que aprender a vivir con todo ese miedo.
Tanto es ese miedo que sienten los habitantes de Coatzacoalcos como Antonia, que según la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU) del Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática (Inegi), hasta el primer trimestre del 2020, que va de enero a marzo, 92.1 % dijo sentirse inseguro en su ciudad, es decir, 9 de cada 10. Ese temor no desapareció en los siguientes meses, aun cuando la pandemia y las estadísticas de la Secretaría de Salud ocupaban las noticias.

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Fue precisamente ese deseo con el que se busca la detonación económica del sureste mexicano en la franja que une a Coatzacoalcos con el también petrolero puerto de Salina Cruz, Oaxaca, lo que llevó a que apenas este 16 de julio se anunciara que la Guardia Nacional vigilará de forma permanente ambos polos y el trayecto que los une. El problema es que en Coatzacoalcos ni eso los deja tranquilos.
Era la medianoche de un sábado, y la pareja se encontraba en el bar del Hotel Revolución, en el puerto de Coatzacoalcos, cuando un comando irrumpió en el lugar, les disparó y se dio a la fuga.
La escena se repitió apenas este lunes, cuando un grupo armado irrumpió en un bar de la colonia Francisco Villa conocido como “El Arrecife” y asesinó a un hombre y a una mujer. Eran las nueve de la noche y los cuerpos de ambos, en calidad de desconocidos, yacían desangrándose en una de las mesas del local.
De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) entre el 1 de enero y el 31 de julio de este año, Coatzacoalcos suma 39 homicidios dolosos, 26 de ellos cometidos con arma de fuego. Además, suman tres secuestros y 29 denuncias por extorsión.

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A esas cifras oficiales habría que sumar dos secuestros y ejecuciones más, los de un empresario restaurantero y un estilista, ocurridos por separado en julio pasado, pero cuyos cuerpos fueron localizados este mes y aún no figuran en el recuento del horror que hacen las autoridades.
Pese a esta vida bañada de un miedo y una violencia que no cede, Arturo Barolo, el pequeño empresario, se siente con suerte, pues hasta ahora ni a él o algún miembro de su familia les ha tocado un secuestro o extorsión de parte de grupos criminales, que saben son una realidad cotidiana.
Dice que si bien ha recibido llamadas, pero simplemente las ignora o los bloquea y nunca ha pasado a mayores, pero muchos conocidos y amigos constructores suyos, prefirieron irse desde el año pasado, estableciéndose con sus familias en ciudades como Campeche, Merida y Querétaro.
Aunque sus negocios siguen en esta ciudad que se convirtió en infierno, ellos prefieren operarlos a la distancia y no han regresado a pesar de la presencia de la Guardia Nacional o de las promesas de una seguridad que no llega.