Los centroamericanos que hacen su vida en Juchitán

Algunos migrantes deciden quedarse en tierra zapoteca

Manuel llegó a Juchitán en abril y desea dirigirse a la Ciudad de México para terminar su carrera en ingeniería mecatrónica. Foto: Alberto López / EL UNIVERSAL
Municipios 04/11/2018 12:32 Alberto López Juchitán de Zaragoza, Oax.- Actualizada 12:36

En medio de la guerra civil que sacudió a El Salvador en 1980, José Ramírez López abandonó todo a sus 19 años, incluyendo su máquina de coser en Santa Ana, ciudad que fue escenario de choques entre las Fuerzas Armadas y los insurgentes del Frente Farabundo Martí.

A partir de ese momento, el oficio de sastre quedó atrás, pero no la memoria, no el recuerdo que renace con la caravana de migrantes centroamericanos que viene desde Honduras y quiere llegar a Estados Unidos.

Desde entonces han transcurrido 38 años. José, ahora de 57 años, rememora al lado de su esposa Emma y sus cuatro hijos cómo se salvó del asalto en el trayecto desde Arriaga, Chiapas, a Chahuites, Oaxaca, en 1980.

“Sólo me dejaron unos tenis que parecían viejos porque estaban cubiertos de lodo, pero eran nuevos”, cuenta a su familia la misma noche que el grueso de la caravana migrante ingresaba al albergue habilitado en Juchitán.

Una vez en Oaxaca, José se instaló en Juchitán y comenzó a trabajar como  distribuidor de dulces  y fue en uno de los negocios donde entregaba la mercancía que  conoció a quien sería su esposa. En 1983, José y Emma unieron sus vidas y luego procrearon a sus cuatro hijos, quienes ahora son profesionistas. 

Gracias a Dios encontré en Juchitán a una persona que me respaldó como pareja y ahora tenemos una familia

“Gracias a Dios encontré en Juchitán a una persona que me respaldó como pareja y ahora tenemos una familia”, señala.

Ese es su llamado para quienes vienen en la caravana: “Que actúen de buena fe”.

Casi mecatrónico

A diferencia de José, quien decidió quedarse en Juchitán, Manuel Cuéllar Cañada, confiesa que sólo estará en tierras zapotecas un tiempo. No piensa quedarse porque quiere terminar sus estudios en la Ciudad de México.

Manuel llegó a Juchitán en abril, aunque al país entró como indocumentado hace seis años, cruzando el río Suchiate en una balsa, llegó a Tapachula y luego, en su ruta hacia Arriaga, Chiapas, fue plagiado. Por no llevar dinero, le dieron dos balazos en el abdomen, lo tiraron en la maleza. “Me dieron por muerto”, recuerda.

A bordo de un mototaxi que conduce todos los días desde las seis de la mañana  y por el que paga una renta diaria de 200 pesos, el joven nacido en la capital salvadoreña presume  la credencial  expedida por el Instituto Nacional de Migración (INM), que le otorga el estatus de residente permanente.

Cuéllar confiesa dejó su país porque en El Salvador ser joven representa un peligro: “Por un lado, las pandillas nos acosan para unirnos a ellas y por otro lado, la policía te acosa porque cree que eres miembro de una pandilla”, explica.

Fue por esa razón que dejó su patria y abandonó sus estudios, pese a que le faltaban dos años para concluir su especialidad como ingeniero en mecatrónica.

En Juchitán, dice, se siente cómodo, pero desea conocer otras culturas y algún día retomar sus estudios para asentarse en algún lugar del país, tal vez casarse y formar una familia. “Tal vez, uno no sabe, la vida da muchas vueltas”, señala mientras prende el motor del mototaxi para seguir en su ruta.

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