Francisco Toledo: La nueva piel del mundo y el amante de la materia
La obra de Francisco Toledo (Juchitán, 1940) se caracteriza por una experimentación con los materiales, estrechamente ligada a sus temas. A propósito de su más reciente muestra en la galería MYL Arte Contemporáneo de la Ciudad de México, abierta hasta el 10 noviembre, este ensayo explora la biografía material del artista oaxaqueño
Entre las muchas fascinaciones que ejerce la obra de Francisco Toledo está sin duda su pasión por la materia. Habría que decir más bien, su pasión por las transformaciones y las cualidades de muy diversos materiales, pasión que lo exhibe a final de cuentas como un gran amante de la materia.
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La tremenda curiosidad, la creatividad incontenible, el aburrimiento de lo mismo, son aparentemente algunos de los impulsos que llevan a Francisco Toledo a experimentar incesantemente formas y materiales. Y a seguir explorando de otra manera las posibilidades de cada uno de los que ya ha utilizado. En algún momento reciente, por ejemplo, una nueva preparación técnica de las telas, de su absorción, vuelve a hacer que la pintura sea atractiva a sus ojos para realizar, a la velocidad de su mano y de su pensamiento, una fabulosa serie de autorretratos.
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En otro momento, el hallazgo y recolección de tierras de colores para los jardines lo lanzó a otra nueva experimentación pictórica. Además de haber creado en el atrio de Santo Domingo una sorprendente composición de plantas y de tierras, geometrías naturales vueltas radiante obra efímera. Todo para él se vuelve motivo de una nueva aventura creativa.
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Recuerdo inevitablemente ese momento decisivo estando con él en un taller de grabado en Oaxaca. Al notar que las placas recién llenadas de tinta que se secaban recargadas en el muro se llenaban de insectos, porque la tinta se mezcla con azúcar, le pregunté cómo jugando si las hormigas con frecuencia le ayudaban. Él entonces las mira recubriendo su trabajo, sonríe y se pone directamente a experimentar con ellas lo que la huella de sus pasos puede convertir en textura del grabado.
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Eso que algunos llaman la biografía intelectual de un creador, en el caso de Francisco Toledo tendría que estar ritmada, no por una cronología o un camino hacia la madurez sino por sus encuentros con los diversos materiales que lo han ido apasionando a lo largo de su vida.
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La línea biográfica de sus temas, que son siempre explorados de manera muy intensa e intensiva, esa línea de tiempo que va desde la ligereza de la sonrisa lúdica y erótica de sus primeros dibujos a línea sobre fondo de color, hasta el dolor compartido en la reciente exposición cerámica que lleva ese nombre, tendría que entretejerse entonces, en esta hipótesis de biografía material del artista, con la línea de sus hallazgos de materiales convertidos en fértiles obsesiones. La línea del tiempo es vertical, la de las cosas materiales obsesivas es cíclica y además avanza o retrocede, se levanta y cae. Sin cesar regresa transformada.
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Todo en esos encuentros obsesivos parece lateral y todo se vuelve central por la calidad de sus realizaciones. Por hablar de algo aparentemente muy marginal: su hallazgo temprano de la fotografía de Manuel Álvarez Bravo que despertó en el joven Toledo el deseo de ser fotógrafo producirá, con el tiempo, algunas de las imágenes más estremecedoras de su obra. Es gran fotógrafo sin que presuma de serlo. En sus decisiones instintivas, que son ocupaciones de cada uno de sus presentes, no hay ninguna solemnidad de trascendencia o de destino. Todo es reto actual, presente vivo: todo es diminuto y es total al mismo tiempo. Ocupa todo nuestro aquí y nuestro ahora.
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Por eso tal vez nunca ha temido o despreciado a lo efímero. Todo lo es a final de cuentas. Su jardín de las delicias, esculpido en barro sin cocer para asegurarse de que se lo llevará la lluvia, hecho sobre los muros del jardín donde luego dejaría una cineteca para la ciudad, sus murales que algún tiempo estuvieron en los muros de la casa que luego sería el Instituto de Artes Graficas de Oaxaca son algunos ejemplos. Sin contar la necesaria experimentación que destruye lo que no considera satisfactorio. Porque los vaivenes naturales de la creación están vinculados a la lucha con la realidad de los materiales. Eso que el gran ceramista japonés Kichizaemón Rakú, el quinceavo Rakú de una gran dinastía de enormes alfareros afirma: “Mi vida es la historia de mi lucha contra la indeterminación del fuego en el horno ritual donde meto mis piezas sin saber exactamente cómo serán transformadas por la llama”, podría decirse de este Toledo Primero: su vida parece ser la historia de una lucha constante, sin cuartel, contra la indeterminación de la materia. Darle forma a cada materia, una forma que lo satisfaga, ha sido y es cada una de sus victorias.
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El joven Rakú, como el Toledo joven en Europa, tuvo en los años sesenta la seducción de eso que el artista Jean Dubuffet llamaba “la materiología”, y “la texturología”, el poder de obras pictóricas en las cuales la materia es visible y es palpable en la superficie misma del cuadro. Para Dubuffet además habría que valorar eso que él llamó “el arte bruto”, cuya referencia maestra era el arte de los recluidos en hospitales mentales. Arte bruto que cualquier artista podría producir liberándose de lo que Dubuffet llamaba “arte cultural”, el de las tradiciones más reconocidas en la historia del arte. Para Rakú aquello era una manera de apreciar y volver a nombrar el valor de lo elemental y aparentemente imperfecto, el “wabi” del que su antecesor Chojiro Rakú fue en el siglo XVI el más innovador y logrado alfarero. Lo más nuevo que revitaliza lo más tradicional dio a la obra de Rakú una atención especial a la materia que dibuja y esculpe la exterioridad de cada una de sus piezas cerámicas.
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A Toledo, Dubuffet le dio, según sus propias palabras, esa preocupación por la materia, no oculta, no domada para expresar un contenido sino convertida también en la textura que comunica cada pieza. Un grillo es el animal fantástico que canta en la obscuridad y se reproduce en el día, que comemos y podemos moler hasta volverlo polvo, casi sal de chapulín. El animal que da sabor a las noches de estar juntos y de contar historias, de retomar mitos y reinventarlos. Pero un grillo es también y sobre todo en la obra de Toledo su geometría y su color, y muy especialmente la materia en la que se nos ofrece. Un grillo acuarelado y el mismo afelpado son parientes pero no son lo mismo. Si los animales de todo tipo y los humanos, sus semejantes, son como letras y palabras de la lengua particular del artista Toledo, ese vocabulario se multiplica exponencialmente al contacto con cada materia. Como si en el mundo de su obra los animales se reprodujeran variando en su evolución sus cualidades. Pero también y sobre todo variando la naturaleza de nuestro contacto sensorial con sus formas, colores, texturas.
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Las implicaciones de esto son enormes: es tanto como decir que cada una de sus obras, incluso cuando no represente animales, es como un animal de especie creada que nos acompaña, nos habla o nos grita, nos susurra al oído o nos interpela bruscamente y, como sea, siempre nos atañe. El rehilete que repite su forma en el aire y va del cuadro quieto al círculo en movimiento, es un animal aéreo. Y es pariente de la langosta. En Serpientes, uno de los afelpados más seductores de esta serie, el astro de círculos concéntricos peludos al que acuden los casi gusanos afelpados omás bien serpientes como atraídos por dos huevos o dos capullos o larvas, es una inquietante y seductora bestia circular. En Peces, el tapiz de alargados ríos azules donde navegan y vuelan esqueléticos peces blancos, es otro animal seductor donde la materia textil del río y su añil tembloroso ostenta por encima, como intermitentes escamas, peces espinosos y sonrientes. Con su sinuosidad de río y su añil intenso ésta es tal vez la pieza más sensual del conjunto. Cada tapiz es un bicho de bichos. El tapiz de Rehiletes es un petate donde piel y mica entretejidas llevan los rehiletes quietos, por lo tanto cuadrados o rectangulares, y en su entorno un insectario se agita. Cada grillo u otro insecto está rodeado por algo así como su sombra imprecisa. Bicho mayor de piel manchada que peina insectos como granos que se le desplazan por encima y despeina rehiletes dormidos. Su bestiario infinito no deja de agitarse y hacer efervescencia reproductiva en cada materia distinta.
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El hallazgo de la mica, sus cualidades escamosas y translúcidas, lo hizo hacer y deshacer y volver a hacer algo que a muchos nos parecía ya bellísimo en la escalera del MACO. Pero nos entregó finalmente de mil maneras en mil otras obras el contacto con esa materia que tiene algo de cristal y de piedra, de cálido y frágil. Bicho raro. Nueva realidad cuando de mica están hechas tantas cosas, animales y otras formas como estos tapices. El reencuentro con esa maravillosa entenada del nopal, la grana cochinilla para colorear de mil maneras como se ha hecho siempre y hasta para poner en el agua de una fuente se vuelve nueva manera de existir de la sangre y de la granada. Bicho teatral y sangrante hecho de bichos que tiñen, actúan, impresionan. Por otra parte, el cobre entretejido con la mica hace que en la gama de los dorados se obtengan obras donde lo bizantino de lo amosaicado crea nichos de la memoria y de la imaginación cargados de afectos sin melodrama.
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La forma que impone cada materia es toda una utopía inesperada. Unos huevos de avestruz con su cualidad de lienzo sin principio ni fin y sus curvas polares son como una cartografía inédita, viva y sugerente. El caparazón de una tortuga, el bronce moldeado, la escultura en plata articulada como joyería, los hilos de cobre, la piel curtida, las enormes posibilidades del barro. Llevar cada materia siempre un poco más allá de su existencia inanimada. Resucitarla o darle la vida que nunca había tenido.
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El reto de decir un poco más, no sólo como contenido de las obras sino sobre todo con los lenguajes sensoriales de la forma, es un desafío renovado en la obra de Toledo. Todo a su vista se vuelve reto. Y todo se transforma en prodigio cuando cae en las manos de este enamorado de la materia.
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Ahora, para nuestra fortuna, se ha lanzado a trabajar con una materia textil extraordinaria, fuerte y suave a la vez. La felpa. Y digo para nuestra fortuna porque esa biografía material del artista que propuse podría ser a la vez una biografía de nuestros placeres, de los goces y asombros que vamos teniendo los seguidores de su obra. Lo primero que nos impone la felpa es su relación con el tacto. La felpa y la caricia son hermanas.
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Sin ser áspera, la felpa podría parecerlo, sin ser dura su solidez impresiona. Se relaciona con el terciopelo y con el peluche sin ninguno de sus excesos sentimentales. La felpa sería la verdadera agraciada de ese trío, a medio camino entre la ostentación aterciopelada o la más vulgar ostentación apeluchada, la felpa evita en sí misma la textura cursi de las otras dos. La felpa es la reina austera de esa tribu donde las otras dos serían en su corte las arribistas desmesuradas.
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La felpa es descrita como un tejido doble donde una trama apretada y lógicamente horizontal atrapa y sostiene a otra corta y vertical que se convierte en pelambre. La felpa tiene la consistencia de un tejido que luce una vellosidad consistente, con frecuencia de un lado pero puede ser de ambos. Por eso en la poesía erótica de todos los tiempos se usa felpa para describir la vellosidad del pubis, sobre todo femenino pero también masculino. “La felpa entre tus piernas cobijó mis noches”, decían ya los héroes griegos. Mucho después, en esa misma noche cobijada alborotaban sus sueños los enamorados y celosos soldados de Shakespeare.
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Los brazos suavemente velludos de la reina guerrera y comerciante de Palmira, Zenobia, eran cantados como una felpa seductora por sus pretendientes romanos, pero uno de ellos extendió el elogio de la felpa a la delgadísima vellosidad “color de luz que cubría sus nalgas”. Para pensar ese elogio no se debe olvidar que Palmira, actualmente en Siria, estaba en la antigua ruta de la seda y que la felpa era un tejido donde la trama de algodón se mezclaba con una vellosidad de seda cuyo contacto enloquecía de sensualidad incluso a los más ásperos. Las obras afelpadas de Toledo no están lejos de estos significados sensuales.
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Para los italianos la palabra felpa estaba vinculada al nombre antiguo de una planta cuyas hojas de un lado son afelpadas y tanto su olor como su sabor son una delicia, la salvia. Describir la piel de quien se ama con esa palabra era mucho más que describir sensualmente su pelambre. Era como decirle: eres una delicia total, para todos los sentidos.
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La palabra felpa es muy antigua y viaja en varias lenguas y horizontes. Para los Mapuche describe “lo que está más cerca de la piel”. Existe en varias lenguas germánicas donde uno de sus antecedentes, la palabra fieltro, se usaba ya para describir textiles que a diferencia de la felpa no son tejidos sino técnicamente prensados.
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En casi todas las lenguas y contextos la felpa tiene una connotación sensorial positiva, a excepción de España. Ajenos a toda sensualidad, los padres e hijos del franquismo cultivaron por un tiempo la acepción de la felpa como condena, molestia, carga excesiva. O como paliza o reprimenda. Dar una felpa es golpear o regañar a alguien. Habría que examinar la historia de esta monserga. ¿Desde cuándo llevarse una felpa es llevarse la peor parte? ¿Tendrá que ver con el hecho de que se llama también felpa al tapete de entrada de las casas, donde se quedan el polvo y el lodo de los andantes? ¿Vendrá también de ahí, del tapetito humillado, la expresión tan mexicana de “Ya felpó” para decir que alguien se ha muerto? Yo me inclinaría a pensar que el felpar mexicano está más relacionado con el uso del verbo para decir que un prado se cubrió de flores. Un paisaje afelpado en primavera es un campo florido. Felpar, entonces sería morir para cubrirse de flores amarillas, como en los cementerios mexicanos esos días de noviembre.
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Las felpas de Toledo no tienen nada de humilladas, son terrible y maravillosamente terrenas y hasta subterráneas y subacuáticas pero tienen algo de aéreo para que podamos ver a sus habitantes animales en su aire de goce, en su goce del aire. Llenan, si no de flores, sí de animales maravillosos la existencia que los mira. La nuestra. La sonrisa placentera y burlona de Toledo en todo caso conjura y exorcisa todo lo malo que tuviera llevarse una felpa, vivir en ella.
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En nuestro lado del mundo el español es más benigno con las texturas: afelpar algo es también volverlo suave al tacto y a la vista. Y eso es lo que hace Toledo en este momento de su biografía creativa al proponernos un nuevo mundo de sus formas, esta vez afelpado.
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Hay un comienzo mitológico fundacional de este nuevo género toledano en la obra que se llama Sueño de un niño mixteco. Se trata de un textil que evoca las maneras formales de los textiles tradicionales de la mixteca alta de Oaxaca, que también aparece en la mixteca baja, con un rombo al centro del cual emanan otros rombos que se van extendiendo como ecos hacia las orillas como ondas concéntricas y sucesivas. Ondas rectas, si pudiera decirse, ecos romboidales claramente entramados, más como cicatrices geométricas que como líneas completamente rectas. En muchas culturas, desde las de la América andina, tan ricas en creaciones textiles, hasta las diversas culturas del sureste asiático, el rombo reina como símbolo de vida. Origen de la vida. Algo divino y creador. El sueño de este niño mixteco toledano es prácticamente una visión mística: la sencillez de su geometría es la irradiación de una revelación. El rombo central es completamente blanco, en contraste con los tonos ocres y dorados del entorno. Blancura atrayente y a la vez radiante. Hacia ella tiende nuetra mirada y sentimos que de ella emana la posibilidad de ver el resto. Ella ilumina. Por añadidura, esa blancura geométrica esta rodeada por una especie de montículos coronados por dieciséis puntas de biberones o por pezones. ¿Las ocho madres mitológicas de la leyenda? ¿Lo blanco es también leche? Poco importa. Las formas artísticas expresan más, mucho más de lo que literalmente pudieran decir. En su sueño, este niño mixteco no tiene hambre y el universo es una composición armónica feliz para sus labios y sus ojos.
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Los lienzos ocres y dorados que se llaman Retrato de mi madre uno y Retrato de mi madre dos apelan de manera más evidente a esa dimensión del niño que sueña, recuerda, evoca, recrea y añora a la madre. Como en los retratos clásicos donde la persona retratada es acompañada y reconocida por objetos o seres que la caracterizan, sus atributos, aquí la madre es retratada no con sus instrumentos de remiendo y bordado: el hilo, los carretes, las tijeras, los botones, la tela bordada, sino que esas cosas la representan a ella totalmente. Su cuerpo es lo que ella hacía y sus instrumentos.
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Todas esas cosas, es decir, ella misma simbolizada en los objetos, lucen en tercera dimensión como fantasmales y a la vez muy tangibles realces. El petate de tiras de cobre se acomoda perfectamente sobre cada una de estas cosas para bordar de la madre, como en la escultura funeraria barroca del siglo XVIII veíamos la delicada representación en mármol de unos lienzos de seda transparente cubriendo los rostros de los personajes yacientes. Esta pareja de retratos simbólicos nos recuerda aquella lejana serie de obras en las que Toledo nos permite ver a doña Flor desatada con su máquina de coser. Aquí hay algo más delicado y memorioso. Una cualidad de detalle, de manto afectivo que todo lo cubre con precisión, que hace toda la escena más entrañable. Aquí doña Florencia está en las cosas que sostuvieron largamente sus manos.
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Para colmo, cada lienzo de cobre tiene un zoclo, un lambrín y una cornisa hechos en tiras de mica entretejida como mosaicos horizontales. Es decir, la base, el medio y el final de una pared: remiten a un muro, a los muros de una casa que debe ser sin duda la casa materna. La conmoción afectiva se redondea con estos elementos de rememoración bizantina. En el nicho de la memoria tejida por Francisco, casi escuchamos el corte de las tijeras en las manos de Doña Florencia, su silencio haciéndose obra. Y en los instrumentos de la obra cotidiana, haciéndose presencia.
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Hay además otra casa o la misma, presencia mucho más indeterminada, en dos obras con telas translúcidas de cobre, tejidas en un telar, que son como mosquiteros de puertas o de ventanas que mantienen del otro lado a los alacranes, a las serpientes y sobre todo a las abejas. Nosotros, por lo pronto estamos dentro y los vemos detrás de ese filtro de bichos. Que, a la inversa de lo que podría pensarse, tal vez esté ahí para protejer a los animales de nosotros. Una obra llamada Maqueta Toledo, también tejida en telar con hilos metálicos creando formas geométricas es parte de este espíritu de mosquitero pero en este caso sin insectos ni otros animales.
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Todo lo que sigue en esta serie afelpada y sorprendente sucederá del otro lado de esa tela protectora de hilo de cobre. La felpa no pertenece al mundo dentro de la casa sino al mundo de afuera.
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En un espacio intermedio, la serie de tres tapices o petates de piel de cabra y mica mineral. Uno luce de manera fluida dos caminos de serpientes que sesean en filas verticales como cayendo y horizontales como huyendo, que dividen al rectángulo en cuatro. Una barda rectangular o margen riguroso, también de mica hace pensar en un patio. Tal vez en ese mismo patio, pero en otro tapiz, ya mencionado, varios rehiletes y muchos grillos, nos hacen pensar en un ámbito resguardado del viento. La giratoria flor redonda, al quedarse quieta, es un cuadrado. El animal saltarín reposado se aloja en su sombra. El aire es un insectario. Como lo es todo aire. El tercer tapiz, donde también Toledo dibuja con tiras de mica sobre tiras de piel de cabra, es una pizarra o una hoja de cuaderno o un muro sobre el cual se ha dibujado una suma de ceros. O más bien dos sumas iguales. En medio de ellas dos abejas, que en las mitologías de la modernidad del siglo XIX eran símbolo del trabajo. Aquí alegran con su zumbido que no oímos, con sus giros que no vemos, con su miel que no saboreamos, una vitalidad potencial incalculable en contra de todo lo inanimado que suma muchos ceros.
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Se llama Encuentro un afelpado que parece un corral o patio donde dos chapulines delineados, muy rojos, entran por lados opuestos y posiblemente se encuentren muy pronto frente a frente. Aquí vemos uno de los recursos constantes en Toledo y su mundo de animales: la doble perspectiva simultánea. El corral parece visto desde arriba pero los grillos están vistos desde un lado, como si estuvieran en un escenario y el público pudiera ver al mismo tiempo la escena desde su asiento y desde el techo. El espacio es más indescifrable en esa otra obra llamada Chapulines espinados. El animal que enamora por la composición de sus formas puntiagudas, el que está hecho a línea, el Chapulín geométrico camina por el techo o por los muros pero lo hace sobre una superficie de diminutas espinas. No se alarma, se sabe protegido. Pero no hay verdadera protección contra la ignorancia como no la hay contra la violencia de estas espinas tenaces.
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Algo similar sucede en otras piezas de esta serie. El tapiz Chapulines es como un tablero de treinta mosaicos divididos por calles de añil y un remache en las esquinas. Es como un piso de mosaicos visto desde arriba pero los chapulines se dejan ver de perfil sólamente. En esta obra no están delineados, como en Encuentro, sino que cada animal es una pequeña escultura realista, montada con varios volúmenes sobrepuestos. Cada bicho es una obra mayoritariamente blanca, café y verdosa, pero con los ojos vueltos hacia nosotros, hacia su público. Fijándose en esto, el tapiz con sus miradas diminutas se vuelve perturbador o cordial, según la relación que afectivamente se logre establecer con estos chapulines tan distintos a los lineales. A mí me parecen fascinantes cuando me miran y quiero comenzar a escucharlos. El mundo afelpado de Toledo nunca nos deja indiferentes. Hay una fuerza de interpelación aún mayor en la pareja de afelpados con alacranes. En el primero un trío de animales: uno realista y dos fantasmales, juegan cada uno con una figura que podría ser tanto una pelota como la luna que los ilumina de noche. En el segundo, los alacranes se multiplican: por una parte, hay cuatro animales con un alto índice de realismo, claros y obscuros. Pero además están sus sombras, y algunas sombras sin animal. El animal es la sombra. Alacrán I y Alacrán II nos remiten también a mosaicos del piso. Pero no menos a herrajes de una ventana. Hay una serie de pulgas que siguen la misma lógica de representación con lunas en el aire o sin lunas. y con alternancia de cuadros que hacen pensar en mosaicos también. Aquí ninguna pulga se queda en los límites del fondo y no por nada se llaman con enorme ironía Pocas pulgas. Una expresión que describe a quien no tiene o está en ese momento sin capacidad de reír. Toledo, sin duda nos hace sonreír.
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La enorme fuerza plástica del maíz, con la composición simple y compleja de cada mazorca, con su cabellera y su multiplicidad de dientes, es evidente en el afelpado que podría considerarse más realista: Maíz. Cuatro tiras de elotes tiernos y pelados con algunos gusanos encima. Hay unos tapices de gusanos donde cada mosaico parece despertar de las esquinas en un pequeño oleaje que se ajusta y se desajusta al mismo tiempo con los otros mosaicos. En ese desajuste surgen los animales que no dejan de moverse. Los mosaicos mismo sobran de cada lado creando una ligera sensación de inestabilidad de ese piso o de ese muro. El alto realismo de cada gusano, en todos los afelpados donde aparecen, aumenta la verosimilitud de la escena a pesar de todo. Curiosamente, el contraste entre los gusanos y la imaginación que los rodea hace creer en el conjunto por más fantástico o inesperado que sea.
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Una pareja de obras nos remite a la enigmática práctica del antiguo imperio Quechua donde se contaba y se escribía con tiras de hilos de colores y nudos en cada una. El conjunto de tiras atadas en un extremo formando un círculo del que emanan esos rayos hilados. Se llaman quipus. Esos objetos bellísimos que podemos ver en los museos han despertado en Toledo la efervescencia de las formas y, no anudados sino afelpados, nos ofrece dos quipus, uno sobre fondo negro con tiras blancas y otro al revés. En el Quipu blanco hay dientes de maíz entre las tiras negras y en el centro un elote voluminoso y realista del que dan cuenta los gusanos. También hay un mundo de gusanos que trepan por las tiras o se arrastran entre ellas. En el Quipu negro con tiras blancas los gusanos claros también atacan un elote pero no lo han desgranado todavía. Son dos obras de una enorme fuerza expresiva, ambas solares, enigmáticas y sencillas. Cada una el reverso de la otra y a la vez casi la misma. Nos hablan sin quererlo de la importancia de las formas que, aún inspiradas en contextos culturales precisos, puestas en la obra de arte adquieren una fuerza propia, como palabras transportadas a otra lengua donde adquieren otro significado y otros usos.
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Pero lo mismo sucede con los animales llevados de su reino al del mundo afelpado de sensaciones táctiles poderosas y composiciones precisas. El Ensamble de serpientes, donde éstas se tejen como si fueran hilos de una trama perfectamente geométrica, es un ejemplo impresionante de esta tensión e intermitencia. El cuadrado que forman tejidas llega incluso a conservar en el centro un hueco también cuadrado por el que se ve el fondo afelpado y en cada esquina uno más. Cinco cuadrados dentro de uno grande. Pero saliendo de esa geometría las cabezas y la colas se agitan rebasando los límites de los cuadros concéntricos y los márgenes mismos de la obra.
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Una pieza emblemática del universo Toledano, de su sonrisa, de su capacidad de juego con todas las tradiciones y todos los reinos animales y vegetales es Rinoceronte, su firma del conjunto afelpado. Retomando al animal acorazado que Durero convirtiera en un clásico, Toledo lo pone a fornicar con otro rinoceronte dotando a uno con un pene lleno de escamas. La mirada melancólica de ambos es la misma que Durero le diera al animal. Toledo lo pone a gozar y convierte la misma mirada fija y triste en ojo de éxtasis fijo. Es bien sabido que Durero se inspiró en descripciones del rinoceronte que nunca conoció de verdad y que por eso creó un animal imaginario más acorazado y puntiagudo que el de la realidad biológica. Un animal perturbador para su tiempo y a la vez fascinante. Creó una nueva realidad poderosa que existe en la historia del arte y en nuestra sensibilidad sin duda.
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En el extremo izquierdo de ese afelpado un medallón en el suelo luce el monograma formado por la D dentro de una A con el que Alberto Durero firmaba. En el extremo derecho, más discretamente pero muy presente, a la misma altura del medallón, el círculo dividido en tres por una T con el que Francisco Toledo ha sellado algunas de sus ediciones y editoriales. Su firma. Así Francisco Toledo, como Durero en su tiempo, ha creado para nosotros, para nuestro goce e instrucción sonriente, para nuestra sensibilidad cosquilleante y temerosa o aventurera, este nuevo mundo de felpa que acaricia, seduce e intriga sin cesar
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FOTO: Francisco Toledo. Serpientes ensambladas. Afelpado de agujas con fibras de lana natural y teñida con tintes naturales y aplicación de serpientes costuradas a mano. 157 x 220 cm. 2016/Cortesía MYL Arte Contemporáneo