Opinión

El misil boliviano

Alejandro Hope

Existe una desconexión entre los objetivos y los medios de la política exterior mexicana

En noviembre de 2019, la misión para traer a México al presidente depuesto de Bolivia, Evo Morales, estuvo cerca de acabar en tragedia.

En su libro “A la Mitad del Camino”, el presidente Andrés Manuel López Obrador reveló que, luego de despegar del aeropuerto de Cochabamba, el avión de la Fuerza Aérea Mexicana en el que viajaba Morales fue atacado con un lanzagranadas. Para fortuna de los pasajeros y gracias a la pericia del piloto, el proyectil no dio en el blanco y la aeronave pudo llegar a México sin contratiempos.

La historia suena un poco novelesca (¿no resultaría menos riesgoso y más efectivo para los militares bolivianos impedir el despegue del avión que dispararle en pleno vuelo?), pero démosla por buena. Y consideremos un escenario alternativo: ¿qué hubiera sucedido si el proyectil hubiese dado en el blanco, provocando la caída del avión y la muerte de sus pasajeros y tripulantes?

¿Qué hubiese hecho el gobierno de México ante una agresión de ese tipo? Estamos en el terreno de la especulación, pero probablemente no mucho. Tal vez hubiera roto relaciones diplomáticas con Bolivia y buscado algún tipo de condena al hecho en organismos multilaterales (OEA, ONU) o mecanismos regionales (CELAC, Grupo de Lima, etc.). Pero ante el equivalente de un acto de guerra, ¿la opinión pública mexicana quedaría satisfecha con una respuesta diplomática? No estoy seguro.

¿Qué más se podría hacer entonces? Tal vez se podría pensar en algún paquete de sanciones económicas que involucrase no solo a México, sino también a países vecinos (Brasil, Argentina, Perú, Chile) y Estados Unidos. Eso podría tener efectos potentes, pero requeriría hilar fino con muchos gobiernos cuyos intereses no necesariamente estarían alineados con los de nuestro país.

¿Y, por último, habría alternativas militares? No se me ocurre ninguna. Las Fuerzas Armadas mexicanas no están pensadas para misiones en el exterior.

Dicho de otro modo, en un escenario como el planteado, el gobierno mexicano hubiera tenido pocos instrumentos de respuesta. Y lo mismo vale para otras contingencias que pudieron haberse presentado en la misión. Los militares bolivianos podrían haber impedido que la aeronave despegara y mantenido al personal mexicano como rehén durante días. O también podrían haber intentado tomar por asalto el avión para sacar a Evo Morales. Igual que en el caso del proyectil, el gobierno de México hubiese tenido muy pocas fichas en esos escenarios.

Eso lleva a un tema de fondo: existe una desconexión entre los objetivos y los medios de la política exterior mexicana. El caso de Bolivia es ilustrativo: por buenas o malas razones, el gobierno de México decidió intervenir en un conflicto político interno en un país extranjero, pero sin contar con instrumentos de respuesta si algo salía mal. Por suerte, la operación salió limpia y la contradicción no se materializó, pero podríamos no ser tan afortunados a la próxima.

Porque va a haber próxima, en este gobierno o en alguno futuro. El principio de no intervención nunca se ha aplicado al pie de letra ni es necesariamente lo que más conviene al interés nacional. Van a suceder otras crisis como la boliviana en 2019 y el gobierno de México puede decidir que es necesario intervenir.

Dado ese hecho, es indispensable empezar a cerrar la brecha entre objetivos y medios en la política exterior. Y eso obliga, entre otras cosas, a revisar nuestra postura de defensa y salir del simplismo que asume que, como nadie va a invadir el territorio nacional, la Sedena y la Semar pueden dedicarse casi por entero a tareas no militares.

Si queremos participar en el mundo, tenemos que darnos los instrumentos para hacerlo.

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