Autocracia no es destino
La insatisfacción con la democracia proviene del abuso del gobernar con fines de autoservicio por los agentes a los que se encargó el poder.
Si el ciudadano promedio no percibe los beneficios de la libertad política ¿para qué quiere libertad? Esa es la fuente de la que brota la autocracia. Una de sus formas es el populismo, sea de “izquierda” (AMLO, Correa, Chávez) o de “derecha” (Trump, Bolsonaro, Bukele). Cuando las autocracias emergen de las democracias mismas, contradicción solo aparente, un común denominador es que la democracia previamente experimentada, sentida, vivida es altamente insatisfactoria porque una buena parte de los ciudadanos no percibe una afectación positiva de sus vidas.
Aparece entonces un detonador oportunista que ofrece todo lo contrario aunque sepa que no lo hará, pero que las circunstancias le ayudan a formar un poder propio deliberadamente alejado de la democracia. Este aspecto está insuficientemente estudiado: ¿por qué un régimen democrático falla a quienes se debe? es una pregunta que partidos, políticos e instituciones democráticas no se preguntan ni responden con suficiencia ni claridad. Se suele culpar a la “cultura” política, a los extremistas de izquierda y derecha que quieren imponer modos de vida porque no soportan la tolerancia y la diversidad. Pocas veces los verdaderos responsables del desgobierno se miran al espejo en vez de al ombligo. Y esa evasión es más ingente cuando las fuerzas de la autocracia los asedian.
Pero no tiene por qué ser así. No hay ninguna ley que indique que de la insatisfacción con la democracia se pasará ineluctablemente a la regresión autoritaria o a alguna otra fantasía trascendental. Hay que reconocer que las democratizaciones tardías y recientes han tenido, en el lapso de una generación, la experiencia de transformar el régimen político, que contiene las reglas, procedimientos, valores y acciones legítimas para llegar al poder, como los sistemas electorales y de partidos. Pero hay otra experiencia que aún es ajena a muchas de esas nuevas democracias, la nuestra entre ellas. Se trata del cambio de las reglas de ejercicio del poder; aquellas que dictan cómo se gobierna, cómo se hacen las políticas, como se trata con la sociedad y los ciudadanos, cómo se rinden cuentas y mediante qué mediaciones la gente de a pie tiene nuevos accesos al poder político (sin demagogos de por medio).
La insatisfacción con la democracia ha provenido del abuso del gobernar con fines de autoservicio por los agentes a los que se encargó la administración del poder. Obsesionados con la competencia por conseguir el gobierno aprovecharon con fruición los beneficios de buena parte de las reglas de gobernar que prevalecían antes de la democratización del acceso (elecciones y partidos). El presidencialismo y el patrimonialismo exacerbados, arraigados en la cultura nacional, no fueron objeto de las reformas necesarias, y los restauradores, que anhelan la vuelta al pasado como nueva edición del futuro, han sabido restablecerlos sin tapujos. El presidencialismo y el patrimonialismo van juntos. Si la ruptura con el monopolio del acceso al poder se logró de forma medianamente aceptable, no se rompió con la lógica del gobernar que reproduce las figuras que disponen arbitrariamente de los recursos públicos para “servir” al pueblo. En una sociedad con necesidades apremiantes es poco el margen para elegir entre un buen gobernante que no actúa para responder con celeridad a esas carencias y uno que abuse del poder para llenar algunas bocas, bolsillos y esperanzas. En 2018, la mayoría optó por lo segundo después de hartarse de 18 años de los primeros. La consecuencia despótica es reducir a la mínima expresión la pluralidad para conservar el poder sin riesgo de cambios en las preferencias políticas. Como esta destrucción institucional parece contenida —temporal y precariamente— gracias a la resistencia de las instituciones constitucionales medulares y de las fracciones democráticas de la sociedad el destino no está escrito. Un cambio de coalición gobernante puede responder eficazmente a las demandas más urgentes, que el populismo ha agudizado en vez de atender, y completar la tarea de reformar el poder para armonizar el acceso con el ejercicio que es propio de una democracia que quiera futuro.