Opinión

De la transformación a la pax narca

Marcela Gómez Zalce

Es escandaloso que el Estado haya claudicado en su capacidad para ejercer control efectivo sobre su territorio

El término “guerra” se refiere a un conflicto armado entre dos o más grupos organizados, ya sea entre naciones, grupos étnicos, facciones políticas, organizaciones criminales u otras entidades. Estos conflictos pueden tener diversas causas que van desde disputas territoriales, diferencias ideológicas, luchas por recursos naturales hasta conflictos religiosos o étnicos entre muchos más.

En un sentido más amplio la guerra implica el uso de la fuerza armada para alcanzar objetivos específicos que incluyen la defensa de intereses nacionales o la resistencia contra una invasión externa; las guerras pueden involucrar una amplia gama de tácticas militares como combates aéreos, navales, guerra de guerrillas, etc. El escalamiento de un conflicto local puede desencadenar uno de mayores consecuencias donde la población civil es la más vulnerable.

México lleva muchas décadas de conflictos violentos entre organizaciones criminales en la disputa por el trasiego de drogas, pero en el gobierno de López Obrador es escandaloso y evidente que el Estado haya claudicado en su capacidad para ejercer control efectivo sobre amplias partes de su territorio y de que el mantenimiento del orden interno esté en la actualidad gravemente comprometido debido a la influencia y la actividad del narcotráfico.

Eso es el boceto de un estado fallido.

Afirmar que hay una política de abrazar a los delincuentes es una cortina de humo, una simulación. Lo que hay es un acuerdo con cárteles para no estorbar sus actividades que ya diversificadas trastocan transversalmente la esfera económica, política y social del país.

Los hechos en Guerrero son las fotografías del infierno y de la anuencia presidencial para que el clero —ante la ausencia de la autoridad— intervenga en mediar negociaciones para repartirse el botín delictivo de una región con la condición de poner un alto a la violencia. Y acto seguido el Ejecutivo retira a las fuerzas federales de Chilpancingo para demostrar quién manda ahí.

La pax narcamorena, pues.

La transformación del presidente llegó y pretende perpetuarse seis años más para regocijo de bandas criminales, terror de millones de mexicanos y de alarma internacional.

El titular de la Sedena expresó recientemente preocupación por la capacidad de fuego que tienen los cárteles. La simple noticia que heló el espíritu de la tropa exhibe el ánimo verde olivo en un contexto donde nuestras fuerzas armadas han sido doblegadas y humilladas por esa política de tolerancia y permisividad.

Al comandante supremo lo rodea la sospecha de presuntos financiamientos del narcotráfico para sus campañas. Las fichas del dominó de las investigaciones de áreas estratégicas del gobierno estadounidense han empezado a caer y erosionan la imagen de este gobierno que no termina por salir de una peligrosa narrativa de ser un narcoestado.

Y, en paralelo, sus hijos danzan en una hoguera que hiede a corrupción, tráfico de influencias y negocios al amparo de la banda presidencial. No son iguales, decían.

El fracaso y la preocupación se perciben en la burbuja del palacio y de Morena. Basta ver el listado para el bendito fuero legislativo exhibiendo la inquietud y ansiedad de muchos ante situaciones particulares que ya están fuera de su control.

Las repercusiones de todas las presuntas acciones ilícitas perpetuadas durante décadas llevarán a algunos, en un día no muy lejano, al patíbulo público.

Y como en política no hay coincidencias, el timing electoral dice todo de la forma y sobre todo del fondo.

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