El futbol es de quien lo pueda comprar
No es secreto que al futbol mundial –y al deporte organizado, en general– lo mueve el dinero desde hace décadas. En las ligas estadunidenses los contratos para los jugadores son estratosféricos, los derechos televisivos también. Sin embargo, por su estructura organizacional, estas ligas son en general competitivas. Salvo un cúmulo de equipos que existe por inercia –los Orioles de Baltimore, por ejemplo–, cada año existe la posibilidad de que haya un nuevo campeón.
En la liga de futbol de México sucede algo similar, pero no por las mismas causas. No es que haya igualdad de condiciones monetarias, sino que el formato extremadamente bondadoso –donde más de la mitad de los equipos acceden a la liguilla, los “playoffs” locales– permite que cualquier cosa sea posible –por ejemplo, que los Pumas, hoy en la ruina absoluta, hayan sido subcampeones hace unos cuantos meses.
Pero en el futbol a nivel mundial ocurre algo completamente distinto. Desde principios de siglo, cuando el Real Madrid inauguró la era galáctica que después elevó todavía más el Barcelona, el futbol europeo –el estándar de oro del futbol mundial– se ha vuelto competencia de un puñado de clubes. Salvo poquísimas excepciones, siempre ganan los mismos.
Y ese puñado es más pequeño en pandemia. No sólo por la estrepitosa caída de un Barcelona que giraba en torno a Lionel Messi, y que logró convertir su valuación de mil millones de dólares en mil millones de dólares de deuda en menos de un lustro. O por la falta de dinero del Real Madrid, el equipo que marcaba agenda con el fichaje del momento y ahora no recibe ni respuesta cuando oferta por un jugador –Kylian Mbappé el caso más reciente.
El puñado es menor porque estos equipos, con socios y accionistas, ya no pueden competir contra el presupuesto sin fondo de las paraestatales que ahora controlan el deporte y cuyos recursos son ilimitados incluso cuando la economía se contrae por el covid.
Ahí está el Chelsea de Roman Abramovich, cuya relación estrecha con el gobierno ruso siempre ha levantado sospechas en medios sobre quién invierte en realidad en el equipo. Este verano, por ejemplo, el Chelsea se dio el lujo de recomprar la carta de Romelo Lukaku por mucho más dinero del que la vendió hace siete años.
Ahí está, también, el Paris Saint-Germain, propiedad de un fondo catarí vinculado con el gobierno de ese país, capaz de juntar al tridente más poderoso del planeta –Messi, Mbappé y Neymar– para hacerlo jugar en una liga que no es considerada de las principales del continente.
Y por último el Manchester City, también propiedad de un fondo, éste de los Emiratos Árabes Unidos. Con el mejor entrenador del planeta, y con cofres ilimitados, el City se puede dar el lujo de tener casi dos equipos completos, uno para cada competencia importante.
Esto se debe a varios factores. Uno, el futbol es poder. Quien controla los derechos televisivos –en el caso de la Liga Francesa, donde juega el PSG, es también una paraestatal catarí la dueña de ellos– controla al público. Quien controla al público controla a la FIFA. Y quien controla a la FIFA controla al deporte más lucrativo del planeta.
Otro es el apetito por el show. En nuestros tiempos hiperconectados, la competencia es en parte por ganar trofeos, pero también por ganar likes. Por eso se ha llegado al extremo de que el anuncio de fichajes sea tan importante como la pelota misma: cada verano e invierno los tres principales clubes compiten para ver quién paga más por la estrella del momento, la necesiten o no. En esta subasta permanente no hay quien compita fuera de ellos tres –y el Chelsea, de hecho, está en un lejano tercer lugar. No importa que el jugador sea innecesario en el campo, es necesario en la red. Los likes derivan en camisetas, en fanáticos, en dinero y en reconocimiento de marca.
Y, tercero, el futbol –otra vez– es poder. Pensemos en el Mundial de 2022, a celebrarse en Catar el próximo año. No sólo se modificará, por primera vez en la historia moderna del deporte, el calendario para que se pueda jugar a final de año, sino que la justa internacional más reciente se convertirá en la celebración de un Estado denunciado en medios durante años por su historial de derechos humanos.
Pero con dinero baila el perro. O, en este caso, con dinero se mueve la pelota.
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