Miro alrededor y veo a personas de la tercera edad sentadas en frágiles sillas plegables de madera, colocadas sobre una explanada de cemento, bajo un enorme domo de láminas y estructura de acero. Recuerdo que entre 1963 y 1968, en ese espacio, que antes era de tierra con espinos, corríamos, nos divertíamos con el papalote en tiempos de nortes y jugábamos futbol o beisbol.
En la plaza cívica de la escuela primaria Daniel C. Pineda, construida en 1946, pero fundada 10 años antes, la misma que fue mi primera casa de estudios y que ahora regreso a ella, veo a decenas de hombres y mujeres que, como yo, rebasan los 60 años de edad y caminan con dificultades hacia los jóvenes que, detrás de unas mesas, rápidamente rellenan unos formularios.

“¡Ya hay gente formada!”, alertaron unas voces a los integrantes de las familias Girón y Calderón, que viven justo enfrente de la institución educativa y a quienes, por orden alfabético, les correspondía la vacunación el miércoles 21. “No se preocupen, nos va a tocar (la vacuna)”, respondieron. Poco antes de las 12 del día, ya habían sido inoculados.
Por fortuna no fue un día tan caluroso como los anteriores; ese miércoles sopló un viento suave del norte y no se presentaron los problemas que se vivieron en los municipios de Valles Centrales, donde se aplicaron los primeros antígenos, por falta de información y mala organización.
Después de las 13 horas, ya no había personas con el apellido paterno de la A hasta la F y entonces, los responsables del programa de vacunación abrieron la oportunidad para los vecinos con apellidos L, M, V y Z.

Un elemento de la Policía Vial Municipal me vio llegar con la ayuda de mi sobrina Sonia, sobre todo para subir los escalones del acceso al plantel y la acera de los salones donde colocaron las mesas de recepción de los documentos: ¡López Morales, Alberto!, fue su efusivo saludo. Una señorita, colaboradora del programa, me invitó a pasar; iba a vacunarme por voluntad propia.
En ese momento, recordé algo chusco y sonreí, pensando en mi niñez. Cuando cursaba el segundo de primaria con la profesora Eira (1964). Entonces alcancé a ver que unas enfermeras de vestuario blanco y verde, con neveras en la mano, acudían a vacunarnos contra la polio, la tosferina, y el sarampión. No lo pensé, brinqué desde la ventana del salón, caí en la arenosa calle y corrí hasta la casa.
Tantos años después, luego de que entregué mi folio de registro, mi CURP y mi credencial de elector, pasé a la zona de vacuna. Un médico del Ejército me llamó con la mano derecha en alto para indicarme que debía pasar al salón: “Bienvenido a nuestro equipo, le presento a la teniente manos de ángel”, dijo. Después supe el porqué de ese sobrenombre. No dolió y no sentí el pinchazo.