La agonía en la región de la “gente de las nubes”
Los juchitecos vivieron el amargo consuelo ante la muerte de los otros
Los ladridos de una jauría de perros anunció el retumbo que rasgó la calurosa noche de septiembre.
El reloj marcaba 12 minutos para la media noche, y como es normal, fueron ellos quienes primero reaccionaron con sus aullidos y su miedo ante el movimiento que cimbró a este pueblo zapoteca del Istmo de Tehuantepec.
El instinto me levantó de la hamaca y me arrojó en medio del patio de la casa. Mi madre gritaba, su cojera le impedía correr, por lo que temblando bajó las escaleras. Su cuerpo se mecía al caminar, mientras ella intentaba estabilizar el paso. Tardó más que nadie en salir; los 20 metros de distancia se le hicieron kilómetros.
Me abrazó lo más fuerte que pudo con su menudo cuerpo y empezó a rogar a Dios por nosotras. Lloraba. Mientras, el crujir del suelo se intensificaba, mi madre me apretaba aún más fuerte.
Las noticias derrumbaron la esperanza de los que sobrevivieron. Anunciaban que el temblor duró 40 segundos, los más largos que la “gente de las nubes”, como llaman a los zapotecas, habían sentido en todos sus años de historia. Los gritos a lo largo y ancho del pueblo se escuchaban agu. De norte a sur tenían la misma intensidad, se sentía el mismo miedo.
La oscuridad hacía más torpes a todos, salir caminando fue el primer instinto. La calle era la solución, ahí el asfaltado fue la zona de concentración de todos mientras la confusión y el caos reinaban.
El miedo era lo único que se contaba, la interminable duración del temblor era el tema de conversación. Los nombres de las vecinas muertas del barrio comenzaron a correr. Las mujeres, portadoras naturales de la alegría en esta región del Istmo, ahora lloraban por sus muertos, los de todos.
Se llevaban la mano del pecho y a la cabeza, no tenían más que llantos; no había palabras de consuelo para ellas. El consuelo ante la muerte de los otros nunca había sabido tan amargo.
A mi lado Francisca narraba con sus manos cómo ella y su esposo, se salvaron brincando de la banqueta de su casa hacia un montículo de arena junto, mientras su casa se venía abajo.
Lo contaba con esa mezcla de gratitud y desamparo que sólo conocen los que han perdido todo pero que se conservan a sí mismos: llorar era lo único que podía expresar la orfandad de esta zapoteca.
Anunciar la muerte. Luego del espasmo de la tierra siguió el recuento de los suyos, de los nuestros. La pregunta constante entre todas las mujeres reunidas en la calle era cuántos muertos había, nadie tenía una cifra.
Algunas enunciaban nombres, otras decían apellidos, unas más los oficios. No lo sabían entonces pero pronto se enterarían que el reino zapoteca perdería casi a medio centenar de sus hijos. Lo que seguía era anunciar, letra por letra, el nombre de los muertos.
En todas las calles del barrio Cheguigo —“detrás del río” en español— se integraron de manera natural grupos de cinco a diez personas, unos sentados en sillas, otros en el piso. Se trataba de un esfuerzo colectivo por reconstruir el trágico momento. Un intento por resguardar en la memoria comunitaria los segundos que habrán de recordarse por décadas.
Ha pasado una hora del cataclismo juchiteco. El tránsito de mototaxis se vuelve intenso, los pequeños vehículos se desplazan por las arterias abiertas de una ciudad que no duerme, agoniza. Todos los sobrevivientes buscan a algo.
Algunos a sus familiares, otros un sitio seguro para esperar el sol. Los mototaxis, hoy no son sólo un medio de transporte, son aves ligeras en las que viajan las buenas o malas noticias.
Los daños en Juchitán se resumen en el derrumbe del Palacio Municipal. El edificio de finales del siglo XIX colapsó y le confirmó a los habitantes que la desgracia era mayor de lo que hasta el momento se sabía. Mucho mayor.
La desesperación aumentaría poco después. Entre idas y vueltas alguien avisó que un hotel repleto de gente había colapsado y que los huéspedes estaban atrapados.
Otros llegaron y anunciaron que una tienda de autos estaba destrozada, y así, poco a poco, como si fuera un eco, la medida de la tragedía llegaba hasta ellos.
Ciudad herida. Pedí un aventón y recorrí la ciudad y su devastación. El informe obtenido no se comparaba a los primeros recuentos. Conforme las luces del carro alumbraban el camino, se iban dibujando los daños como si se estuviera en una zona de guerra.
El olor a gas por las calles era lo más común. Acercarse al Palacio Municipal era casi imposible, una osadía y por las calles aún se podía ver el polvo en el ambiente así como a gente cubierta con polvo, testigo que habían salvado la vida.
No había acordonamiento en toda la zona, un par de policías despistados y confundidos. Las garnachas, comerciantes nocturnas del platillo tradicional, aún lloraban y estaban en shock, todas ellas describían el momento en que la parte sur del Palacio Municipal se derrumbó.
A unos cuantos pasos de ellas, otros policías angustiados observaban. Pregunté si había gente sepultada. Sí había. Un policía en turno no había logrado salir a tiempo. Entre la gente curiosa había funcionarios que daban cuenta de lo sucedido a través de los celulares. Los periodistas ya informaban al mundo que Juchitán había quedado herida de muerte.
Evadiendo vehículos en sentido contrario, logré salir del primer cuadro y llegar hasta el principal puente vehicular, siguiendo la lógica de ir en el mismo sentido que los demás. En esos momentos nadie controlaba la vialidad, todos hacían más caótica la situación.
La lentitud en el movimiento de los vehículos complicaba regresar a casa, a mi calle, a mi barrio, el desnivel que dejó el sismo en el puente principal que conecta a Cheguigo con el centro era la causa.
Llegué y les informe a los míos todo lo que había visto. Las más ancianas volvieron a llorar, aseguraban que sería difícil la recuperación y más aún olvidar esa noche de agonía en la región de “la gente de las nubes”.