Muerteada de San Agustín Etla, tradición de Oaxaca que mantiene la identidad de todo un pueblo
Conocida como “la madre de las Muerteadas”, su baile de diablos y espiritistas es una expresión de las fiestas de Día de Muertos en Oaxaca que se vive en un espacio familiar
San Agustín Etla.- Durante la Muerteada de San Agustín Etla se sueltan los demonios, no vuelven los muertos la noche del 1 de noviembre, sino quienes se los llevan: el diablo y los espíritus que caminan por las calles cantando y bailando con cascabeles brillantes y pesados ceñidos al cuerpo.
Bajan de los barrios de San Agustín, San José y Vista Hermosa, que están en las laderas del cerro ubicado en los Valles Centrales de Oaxaca. Beben mezcal, recitan versos, van caminando agitados por las calles alumbradas con velas amarillas y rojas, van bailando con atuendos de plata y música de banda estruendosa en el viento, llevan máscaras de luchadores bordadas con chaquira y caretas de brujas con pesadas esferas de acero, bailan al lado de calaveras con zancos, viudas con sombreros maquilladas de muertes con mantillas negras sobre sus cabezas, santos padres con túnicas moradas y cruces de oro en el pecho.
A los disfrazados de espiritistas los identifican por las capas repletas de espejos, una herencia arraigada en el pueblo donde estos cristales representan ventanas al inframundo, portales por donde vuelven los ancestros.
Pero la figura más importante, según la tradición que cuentan los viejos del pueblo, son los diablos, representados por el cascabel de la culebra transformado al acero, el sonido de la dualidad entre la vida y muerte que rompe con su ruido el silencio del sepulcro.
Máscaras y disfraces
Cuando Félix Julián, hermano de Víctor Manuel Velasco González, regresó al barrio de San Agustín después de haberse ido a vivir desde niño a Estados Unidos, lo primero que hizo fue hacerse un traje para la Muerteada. Era un adolescente.
Quería revivir los recuerdos del kínder y la primaria, cuando los visten de espejos y premian a los mejor vestidos y representados. Esa Muerteada hace 9 años fue de los últimos sueños que cumplió Félix, quien murió cuando tenía 17 años en un accidente, recuerda Víctor a EL UNIVERSAL unas horas de empezar la festividad.
Desde entonces este joven quiso dedicarse a hacer disfraces para recordar a su hermano y a su niñez. Y así preservar una misteriosa tradición de la que él desconoce su origen, pero que afirma que lo pone feliz.
Fotos: Antonio Mundaca
Habla sobre eso y sus palabras van vibrando, aceleran su ritmo queriendo explicar lo que siente. Se traba un poco cuando se trata de hablar de la muerte. Su casa está revuelta, repleta de herramientas, con muebles desacomodados y un nítido olor a flor de cempasúchil. Mientras Víctor se abre a lo que siente, las velas del altar de Día de Muertos tiritan con el fuego sobre las fotos de un niño ausente y abuelos que ya no están.
Víctor vuelve a un tono optimista cuando recuerda que en unas horas se vestirá de una muerte con zancos. Este año no le alcanzó para reparar su traje viejo, hace el traje de otros, pero el suyo no ha podido repararlo por falta de dinero.
Muestra la espalda de su viejo disfraz, que saca de una caja con cientos de cascabeles. Es la imagen de “Psycho Clown”, uno de sus luchadores favoritos incrustados en la parte de atrás de la camisa, bordado con chaquiras estridentes, puede verse la lengua estirada del personaje, si Víctor tuviera dinero compraría la máscara de su héroe y la bordaría de lentejuelas. Ya ha pasado la tristeza inconsciente, enseña su álbum de fotos donde está junto a Félix en las primeras muerteadas, cuando ambos eran niños.
“Yo llevaba la máscara de Spider Man y él no se quiso poner la suya”, dice. El álbum amarillento tiene las fotos de su mamá Dora Velasco, al lado de los niños. La mujer lo acompaña desde entonces al centro del pueblo para verlo disfrazarse, pero enfatiza: “ella sólo va cuando salgo yo, porque no le gustan las multitudes, prefiere de Día de Muertos sembrar flores en el patio”.
La danza de los disfrazados
Víctor pertenece a la banda de “Los Testarudos”. Así le dicen al grupo del barrio de San Agustín porque hacen lo que les da la gana. Él empezó a seguirles desde que tenía nueve años y ahora a sus 25 no se pierde las rutas de ese viaje grupal con ellos.
Son alrededor de 300 hombres que peregrinan cada año en una ruta especifica: Salen del barrio de El Panteón, que es donde se originó la primera fiesta, al menos eso le han contado. No quiere entrar en polémicas sobre las disputas sobre si hay un barrio “Padre, rey o madre de las muerteadas”. Para Víctor lo importante es que mueve al pueblo, une a la gente, se visitan las familias.
Hay una tradición establecida. Todos los barrios hacen “La relación”, que es una obra de teatro frente al palacio municipal donde se hacen versos en rima, a diferencia de las calaveritas de otros lugares. En dicha obra se cuenta lo que ha pasado en el pueblo, las historias de los vecinos donde los otros se enteran de los acontecimientos.
También, ahí montan la lucha entre el diablo y el espiritista: el diablo se quiere llevar al muerto y el espiritista regresarlo, están los cantos de entrada y salida, la viuda que pide posada, el hacendado en quiebra muriendo que llama a mayordomos, al caporal, al chivero.
Cada disfrazado paga alrededor de 900 pesos por entrar a la fiesta, dinero que usan para pagar la banda de música que los acompaña a todos lados para festejar que triunfaron sobre la muerte. Luego hacen recorridos por los barrios cargando trajes que pesan hasta 50 kilos y así llegan a casas que seleccionan los “encabezados” o los coordinadores de las festividades y ahí tocan la tambora. En esas casas les dan caldo de pollo, de camarón, panes para que sigan hasta el amanecer.
Dice Víctor que su tío Cándido, que tiene 86 años, siempre que es la Muerteada llega a su casa echando versos. Él confiesa que no le sabe mucho a eso de la versada a menos que tenga encima unos mezcales.
Su tío le ha contado que la fiesta ha ido cambiando, que desde que era niño en los años 40 se hacen muerteadas en San Agustín y que su abuelo le contaba que, también desde que era niño, se hacían en el pueblo, pero que antes eran pocos espejos y pocos cascabeles. No había mascaras elaboradas, pero siempre ha habido música de banda. Que ahora todo se ha vuelto más carnavelesco, más espectacular.
Ahorrar un año
Víctor cose apresurado cascabeles de acero a un chaleco de tela negra satinada y gruesa. Un vecino le pidió le hiciera un traje de diablo con muchos cascabeles y desde hace un mes, por tres o cuatro horas diarias trabaja sobre la tela, luego de una jornada de 8 a 10 horas como albañil en el municipio de San Bartolo Coyotepec, ubicado a 32 kilómetros de su casa. Un viaje que hace en una pequeña moto, y que desde entonces acelera para llegar a casa para concluir la encomienda.
“Hago los disfraces porque me gusta, creo lo hago bien y me da mucho gusto, pero no sólo es por el dinero, me gusta ver la emoción de las personas que lo piden, es una emoción que yo también siento”.
Durante estos días ha cosido casi 3 mil cascabeles a la prenda. Su cliente es de su tamaño, un metro 60 centímetros, pero dice que en personas más grandes se cosen hasta 4 mil o 5 cascabeles. El precio de la inversión puede variar, pero una caja con 100 cascabeles, cuesta alrededor de 180 pesos, siempre y cuando sean de los sencillos, los caros con forma de flor y fierro que usaban las antiguas hiladoras de la zona, pueden costar miles de pesos. Una inversión que oscila entre 5 mil 400 y 9 mil pesos sólo en material, aparte la mano de obra.
Un trabajo por el que él cobra entre 2 mil 500 pesos y 3 mil pesos. “Yo llevo hechos 7 disfraces de diablos, empecé a hacerlos hace unos cuatro años. Empecé con el mío, ahorré durante un año y yo mismo me lo hice. Al principio me lastimaba los dedos con el alambre, no es fácil, yo ya tenía nociones, me enseñó mi tío Francisco, él hizo muchos años trajes para la gente en el pueblo y yo quiero seguir esa tradición”, cuenta emocionado.
Víctor dice que las muerteadas le dan sentido de vida. Cree que no sólo a él sino a toda la comunidad. Se trata de una noche, de una madrugada entre todas, donde los vivos bailan y caminan a la iglesia y al parque central al lado de sus fantasmas hasta el amanecer, y los despiden en el panteón con tambora y trombón y mezcal, celebrando la vida y ahora la muerte, como siempre debió ser.